Ese enemigo, el tiempo - Por Fernando G. Toledo

Ese enemigo, el tiempo - Por Fernando G. Toledo
Ese enemigo, el tiempo - Por Fernando G. Toledo

En Ánima cruda (El Mono Armado, 2016), el poeta Horacio Castillo (h) construye un libro de poemas reconcentrados, contundentes, de una rara perfección, para poner en versos la denuncia de una amenaza que consiste en no permitir que la víctima olvide que lleva la sombra de una condena sobre sí. Aquí, el enemigo no es otro que el Tiempo. A pesar de que se trata del primer libro de Castillo (h), no tiene nada Ánima cruda de obra inicial.

Al contrario, rezuma madurez. Los datos biográficos del poeta nos ayudan a entender ese paso firme: publica su primera obra a los 48 años, tiene (es evidente) un grueso caudal de lecturas sobre sí y, acaso –porque esto es hipotético– tuvo la oportunidad de conocer la “trastienda” detrás de la escritura y corrección de un poema por el hecho de atestiguar el trabajo de su padre, que no es otro que el admirado y recordado Horacio Castillo, autor de poemarios tan deslumbrantes como Tuerto rey o Cendra.

La mencionada madurez es la que permite, claro que sí, que Castillo (h) incline la temática predominante de sus poemas hacia el centro de gravedad del Tiempo (así, con mayúsculas, tal como aparece en la cita de Thomas Wolfe que cierra el libro). El Tiempo es para este poeta el gran asediador, el asesino acechante que cumple con la amenaza de su constancia y se encarga de mostrar con anécdotas triviales y cotidianas que no cejará en su tarea.

Por ello, el poeta anota cada aparición de la conciencia del Tiempo en su conjunto breve (otro gesto de madurez) y potente de poemas, y se enfrenta con ellos ante su acosador con un aire de estoica resignación en el tono:

“…Tal vez quede algo sin materia, vaciado de sustancia / un punto de extrañeza sobre el que volverán y girarán sin sentido / durante algún almuerzo de verano / mientras sacuden los recuerdos de los manteles”.

(Almuerzo de verano).

Ese tono resignado –que no da lugar a la estridencia aun cuando Horacio Castillo (h) se permita desplegar sus ideas y su música en versos anchos y arrestos de narratividad– dota a sus poemas de cierta impronta “giannuzziana»”, como bien apunta César Cantoni en el texto de contratapa.

Pero Castillo (h) no es un mero epígono de Giannuzzi. En Ánima cruda, más bien, lo que vemos es una expansión de la lírica del autor de Contemporáneo del mundo, o al menos una bifurcación de sus búsquedas. Esto es, una exploración y una explotación de las herramientas “giannuzziannas” en pos de una “insurrección”, que sólo podrá traducirse en el modesto y frágil fruto que representa el texto poético.

Si pensamos en que en Ánima cruda, el Tiempo es el enemigo, no es de extrañar que Castillo (h) haya escrito estos versos, hermosos y dolidos, resignados pero conscientes de que, en efecto, no hay escapatoria. Y que, mientras la amenaza llega para cumplirse, él no puede más que legar estos poemas dictados por la sabiduría del que conoce que, como decía Publio Siro, “es estúpido temer lo que no puede evitarse”.

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