Son las diez de la mañana, hora de recreo para los chicos del jardín de la escuela Waldorf Juana de Arco, en Capital Federal. Están en el patio, sin guardapolvos, algunos con pantuflas de lana, otros descalzos con latas de duraznos al natural como zancos. Dos maestras –una de rastas y otra con un pañuelo de colores en la cabeza– tejen sobre un banco de madera, rodeadas de chicos que juegan con el ovillo de lana. En otro banco, una nena mira un punto fijo en la pared, mientras descansa en los brazos de su acompañante terapéutica.
Entra a la dirección –sin golpear ni pedir permiso– un nene con síndrome de Down. En una mano lleva un muñeco de tela que no tiene ni boca, ni ojos; en la otra, tiene un pequeño tupper con cereales. Le da un beso a la directora y, sin mediar palabra, vuelve a salir al patio.
“¿Qué es lo que recordamos de la infancia? Lo que nos hizo vibrar y lo que hicimos realmente”, responde Paula Oberti –maestra de la escuela Waldorf El Trigal, en San Javier, Córdoba– destacando la premisa de esta pedagogía: que el aprendizaje pase por el cuerpo. El conocimiento entra a través de la experiencia: las tablas de multiplicar se repiten mientras saltan la soga o pican una pelota.
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