Hace exactamente dos años, este cronista pisaba el frío suelo de la base Marambio, en la Antártida Argentina. Esta vez, la insistencia y la mano amiga permitieron que viajara a las tierras mucho más cálidas y cercanas, en un paisaje totalmente opuesto: el del desierto lavallino. Un contraste que se deshace cuando los abrazos y las manos se encuentran con quienes viven en uno u otro lugar.
A 160 kilómetros de los edificios más altos de la provincia se encuentra El Retiro. Allí funciona la escuela albergue número 8721 "San Alfonso María de Ligorio", que aloja a chicos de 5 a 15 años de la comunidad huarpe Secundino Talquenca.
En la escuela se hospedan 36 estudiantes de ambos sexos, procedentes de los distintos puestos desparramados por la zona. Junto a ellos, el director maestro y cinco maestros de aula. Rotativamente, también trabajan un profesor de gimnasia, una profesora de música, dos cocineras, dos celadores y una lavandera.
Se trata, a simple vista, de una gran familia que convive durante nueve días seguidos de corrido, sin importar feriados, viento Zonda, cortes de agua o fines de semana. Luego, cada uno regresa a su casa por cinco días. Así durante cada ciclo lectivo, siempre con la férrea voluntad -de aprender y de enseñar- como bandera.
Garganta con arena
Hacia el sur de la Reserva Telteca, tras unos 35 kilómetros de una huella de arena con varios centímetros de espesor e imágenes de algarrobos, jarillas y retamos, se arriba a la escuela.
Decir que se encuentra en el medio de la nada sería mentir a la realidad, ya que tanto los chicos como sus padres, los docentes y la fauna -cabras, quirquinchos, perdices y zorros, entre otros- habitan esta porción de nuestro territorio y la nutren con sus historias, sus recuerdos y sus sentimientos.
Lejos quedan los límites con las provincias de San Luis y San Juan, a 50 kilómetros hacia el Este y el Norte, respectivamente.
Durante varios kilómetros la sensación de que el hombre ha llegado a estos parajes sólo se corrobora con el tendido -relativamente reciente- de una fina línea color negro que corre paralela al horizonte y que lleva luz a las viviendas del lugar. El sendero -a veces fino, a veces imposible, a veces vertiginoso- se hace largo. En la caja de la camioneta se siente el viento en la cara, el leve roce de la arena que se levanta a nuestro paso y el cielo, siempre azul.
"Menos mal que llovió hace unos días. Si no, sería terrible", dice el chofer de la camioneta (y director de la escuela) una vez que llegamos a destino. Uno imagina, aunque desconoce a ciencia cierta, el tamaño de eso "terrible". Mientras, en la boca, la sed cobra vida, se empastan las palabras y se desmoronan como terrones secos.
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Nos han dado la tierra
"Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo". Así comienza uno de los cuentos más famosos del mexicano Juan Rulfo.
Y así es el comienzo de la historia de Alejandro y Zidanelia, su esposa y maestra del colegio. Ambos llegaron hace 17 años al lugar donde se levantaría luego el edificio escolar. En ese tiempo sólo había un caño de agua potable que surgía extraño y feroz del suelo marrón que las máquinas municipales le habían ganado al desierto. Y nada más.
"El padre Benito Sellito -una celebridad de la zona que recientemente regresó a su Italia natal a sus casi 80 años de edad- me contactó y preguntó si quería ir a trabajar a El Retiro", cuenta Alejandro, vestido con una remera de los Red Hot Chilli Peppers y parado a las puertas de lo que alguna vez será la capilla del lugar, ya que su construcción está temporalmente parada.
"Dijeron que el padre estaba loco, que quién iba a traer a los maestros. Se ha hecho una cuestión de que nada es posible y acá pasa justo lo contrario", dice el maestro en confianza y señalando aquel caño vital.
Un centro de salud, los albergues, un comedor -que también hace las veces de lugar de esparcimiento, cancha de básquet y salón de actos-, la cocina y las aulas de jardín a séptimo grado dibujan el plano de la escuela de El Retiro, la cual permitió frenar la deserción escolar para aquellos chicos que tenían que ir, muchas veces a caballo, al paraje más cercano (La Josefa, a 50 kilómetros) y para aquellas familias que se estaban mudando a otras zonas.
El 10 de marzo de 1997 la escuela finalmente abrió sus puertas. La matrícula inicial era de 15 alumnos. "Lo primero que hay que hacer es establecer normas que te hagan familia", cuenta Alejandro sin saber, quizás por costumbre, que en el ambiente ya se respira olor a hogar.
Los niños, la noche y las historias
Descender de la 4x4, pisar el suelo que se mueve, mirar a los ojos, reconocer sonrisas, aguantar el calor, jugar con los perros que se acercan curiosos. Aprender a escuchar, volver a mirar y darse cuenta de que allí no hay pobreza. Hay una humildad libre de humillación citadina. No hay vergüenza, hay abrazos sin timidez. Son los niños en su esencia más pura.
Como de la nada, se acerca uno de los chicos. "¿Usted de qué equipo es?", increpa Ramón, un atorrante de zapatillas rayadas que ronda los 10 años y que no teme a los visitantes. "De Boca", dice el que llega y comienzan los chistes de uno y de otro.
Los niños juegan con un metegol que les regaló Mechi, una de las docentes más nuevas y que no tuvo pudor en invertir más de mil pesos para que los chicos se diviertan. Mientras la pelota rebota en el enchapado del juego, las chicas juegan al vóley -en cancha de arena- y otros corretean.
Este día, como desde que empezaron las jornadas cálidas, se han levantado a las 6 de la mañana y ya llevan varias horas de clase. Tras el receso, sin timbres, los chicos vuelven a sus lugares de estudio bajo las directivas de Taty y Lorena, a quienes obedecen sin chistar. Más tarde, saldrán para cenar. Un momento que sorprende por el orden y la prolijidad de los comensales, quienes aprecian el plato lleno y los utensilios limpios.
Queda claro que en El Retiro no hay horarios de trabajo fijo y a ellos, eso les preocupa muy poco. "El presentismo es una toma de compromiso y convivencia", agrega Alejandro mientras los chicos, guiados por la docente "nochera" María, dan las buenas noches rumbo a sus camas.
Queda tiempo para alguna historia. "Dicen que acá se ven luces a la noche, sobre las dunas. Si es blanca, es buena. Si es roja, es mala", cuenta Zidanelia, arrastrando con dulzura la ?erre' de roja. Y continúa: "A veces se ve una luz, hacia el oeste, que se mueve en forma de cruz".
Luego, nos contarán sobre los accidentes que tuvieron que sortear y que los llevaron a atravesar el desierto a toda velocidad; del frío que los ataca en el invierno; los dos servicios de internet que los mantienen vinculados al resto de la sociedad y más escenas de su vida cotidiana, que no tienen ningún desperdicio.
Los gallos del sol
"Desde temprano ya los escuchás despiertos", relata Alejandro aludiendo a sus estudiantes, quienes acostumbrados a la vida del campo, se levantan con las primeras luces del día y la música entonada por los gallos.
El mismo orden de cada cena y cada almuerzo se repite en el comedor, salvo que esta vez, a diferencia del día anterior, los chicos visten una remera roja con el nombre de la escuela por un lado y el suyo por el otro. Algunos de ellos, un 30%, terminarán la secundaria. "En los últimos cuatro años se ha dado una tendencia. Los chicos ya van al terciario y a la universidad", asegura Alejandro.
Cuando uno escucha hablar a los chicos, nota que no hay voces de queja. Lo mismo sucede con los docentes. Aquí el sueldo, la incomodidad de estar lejos de casa, el clima o lo que sea, no han podido con su ánimo y hace crecer una admiración profunda.
Para tener preparado todo, la cocinera Rosa ha cabalgado 40 minutos desde su puesto ubicado a tres kilómetros. Una vez terminado el desayuno, ella comenzará con el almuerzo, consistente en ensalada rusa y pollo asado.
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Enseñar y aprender
"En el campo mandan ellos. Son los que te enseñan y te bajan del pedestal. Hay maestros que vienen a colonizar y se encuentran una situación totalmente distinta", dice Alejandro, quien hoy cambió su atuendo de los Red Hot por el inmortal Charly García. "A la escuela vienen a aprender. Es como que se ponen un chip, pero los sacás a la huella y te empiezan a señalar todo tipo de cosas", agrega.
El director contó que una vez a una de las alumnas le pidieron que trajera una jarra roja para llenarla de agua. La niña, presurosa, trajo una amarilla. Cuando le señalaron su "error", la chica volvió y nuevamente trajo una jarra de otro color. Cuando le dijeron que la roja era una que estaba en el medio, la niña les trajo la que habían solicitado.
No es que ella no supiera los colores, sino que manejaba un código propio dictado por los colores que tienen las cabras del puesto donde vivía. "Después, viendo una majada, la chica señaló colores que para ella (y probablemente para todos los que viven allí) tenían un sentido, pero que a nosotros nos resultaba totalmente ajeno", desliza Alejandro.
Los docentes agregan que los chicos "leen" signos propios del campo, y que es allí donde demuestran una sabiduría que escapa a la instrucción escolar. Saben interpretar huellas, las marcas de los vehículos que han transitado un sendero o si alguien iba montado a un caballo, entre otros.
Lamentablemente, no todo es aire sin contaminar. Muchos docentes, en sus últimos años de labor, eligen las escuelas albergue para poder jubilarse con el 100% de zona y otros no pueden soportar el aislamiento y abandonan sin dejar rastro. Además, aún les falta un espacio para guardar los instrumentos de música, de plástica y material audiovisual, que por ahora están en las habitaciones de los maestros.
El frío y el calor. La Base Marambio y El Retiro. Dos extremos de un mismo país donde lo compartido es el pan vital. Donde el abrazo es sincero y la vida tiene un valor que se transforma en inagotable, mientras el otro nos necesite. Y nos necesitan, como nosotros a ellos.