El que sigue es un hecho, no una interpretación: aquel martes 17 de marzo la casona de la embajada, en la esquina de Arroyo y Suipacha, voló por el aire con nosotros adentro. También con otras víctimas que estaban en la vereda, en la calle, enfrente, a la vuelta, al lado, cerca o lejos, que los criminales se ocuparon de que también estuvieran dentro del edificio.
La explosión y el terror nos alcanzaron por igual; los escombros fueron los mismos. La pena y los desgarros, el vacío.
Fue un horrible privilegio el del primer atentado, hasta ese momento era el más terrible de este tipo, el que abrió la puerta del tercer milenio en nuestro país.
De ahí en más, los reclamos, desde entonces hasta hoy.
Y tres palabras que se entrecruzan y cuestionan la cultura de la impunidad.
Esa esquina del viejo Barrio Norte porteño, hoy la Plaza de la Memoria, es la representación territorial de lo que (nos) dejó aquel 17 de marzo. A nosotros, al país de la bandera celeste y blanca.
Cito otro hecho, en línea con el anterior: en el ataque hubo 22 muertos identificados; 9 trabajaban en la embajada, 13 eran transeúntes o vecinos.
Ciudadanos argentinos, israelíes, bolivianos, paraguayos, uruguayos e italianos. Es decir, seis banderas.
A veces percibo como poco útiles los discursos, pero nunca los recuerdos. Me acompañan y me ayudan a ser el testigo -que antes fue una víctima y un fantasma de tierra y sangre- que se levanta y da testimonio.
Fue un horrible privilegio el de vivir en carne propia el atentado a la embajada, hasta ese momento el más terrible de ese tipo, el que abrió las puertas del tercer milenio en nuestro país.
Recuerdo aquel día, acostado en una camilla, en una ambulancia que arrancaba rumbo al hospital. Tomé parcial conciencia de lo sucedido. Y aturdido, al no saber quién manejaba la ambulancia y suponer que eran terroristas, con los pies golpeé las puertas traseras del vehículo y me tiré. "Estabas herido y en shock pero con las defensas altas", me dijeron días más tarde los médicos que me atendieron.
Pero también hay recuerdos (viene de re-cordi, volver a pasar por el corazón) más recientes. Hace seis años, aquel sábado, a las 14.45 -hora de la explosión- quienes trabajábamos en la embajada nos encontramos en la esquina de Arroyo y Suipacha, en ése que había sido nuestro lugar, nuestra casa.
Allí estábamos los sobrevivientes argentinos y varios de los israelíes, que habían viajado para el aniversario. Fue un día de calor, parecido al original.
El recuerdo más emocionante fue la presencia de Dany Carmón, cónsul israelí en 1992, quien perdió a su mujer en el atentado, y él mismo sufrió graves heridas.
El ex cónsul expresó sus sentimientos esa misma tarde, entre lágrimas: "Éste es nuestro acto. Éste es el acto central".
Con el paso del tiempo no dejo de aguardar para saber quiénes fueron y cómo lo hicieron y, como consecuencia, que los criminales vayan a la cárcel.
Vuelvo, entonces, a las tres palabras citadas más arriba que, a costa de toda esperanza, se presentan entre dos signos de pregunta ¿Se hará justicia?
Y me pregunto si habrá alguna en que se escuche, en una sala de tribunales "Será Justicia".