La Argentina capitalista y próspera se quedó a mitad de camino, pues había llegado a estar entre las seis naciones más florecientes del mundo hasta las primeras décadas del siglo XX. Pero, desde 1946, comenzaron las calamidades ya que todas las políticas implementadas desde entonces, salvo raras excepciones, estuvieron fuertemente impregnadas por un dañino estatismo que persistió hasta ahora causando déficit fiscal, inflación, deuda y pobreza. La esperanza y expectativa de aplacar la confusión y revertir la desazón de una nación arruinada y abatida por el estatismo, es ver resurgir, de pronto, las ideas liberales, como en tiempos lejanos.
El sistema de organización política, es decir, el federalismo, superpone y multiplica funciones y personal que acrecientan innecesariamente los gastos totales del Estado. Hoy estamos sobrellevando nuevos conflictos por culpa de un federalismo, o caudillismo, dispendioso y pedigüeño. Es una versión moderna de la barbarie del pasado, sin violencia, pero igualmente perniciosa, en la que la mayoría de los gobernadores demuestran poca nobleza al defender solamente los intereses económicos de cada una de sus provincias, sin atender las necesidades nacionales. De modo que sería beneficioso, e ineludible, abandonar la organización provincialista y localista, caudillista, e intentar para el futuro una estructura de regionalización territorial, integradora, que impulse la prosperidad general.
El caudillo entorpece y destruye la unión, el sentimiento y la amalgama de nación, virtudes indispensables de las cuales los argentinos carecemos absolutamente. Al respecto, Alberdi lo decía muy bien en su libro Bases... “Sin la unión de los intereses argentinos, habrá provincias argentinas, no República Argentina, ni pueblo argentino: habrá riojanos, cuyanos, porteños, etc., no argentinos”.
Leo Lardone. DNI 8.030.088