Acabo de cumplir 77 y eso me hizo recordar algo que escribiera hace algunos años.
Es sobre “el tiempo”.
Ese arrogante que pasa sin mirar atrás.
Ese que cuando niños nos adormecía entre un puñado de minutos y horas, sin permitirnos escuchar el llamado de nuestra madre diciendo “¡a comer”!
Ese que se corre más allá, cuando ansiosos esperamos la campana para salir al recreo.
El sádico que demora la salida del sol y la huida de los fantasmas de la noche, cuando transpirados de angustia cuidamos a nuestro enfermo querido.
El que sin piedad hace sonar el silbato del jefe de estación para que nuestro amado/da deba partir.
El tiempo, ese que no se deja atrapar.
Ese que ríe cuando desesperados decimos “no tengo tiempo” o “me hare un tiempito”, como si pudiésemos manejarlo a voluntad.
Ese que como un gorrión, sale volando apenas percibe que un niño se mueve hacia él para tomarlo entre sus manos.
El que nos engaña y nos hace creer que nos pertenece.
El que después de casi una vida, asoma su cara sin tiempo a la vuelta de una esquina y socarronamente nos grita ¡han pasado 40 años ya!
El que solemne nos mira con ojos grises de eternidad, desde la última rama de un ciprés, donde los pájaros le cantan a nadie.
Qué hermoso aquél tiempo en que no existían números en nuestro reloj, mientras jugábamos sin parar, hasta que el fresco de la noche nos empujaba hacia la luz.
Ahora estamos sentados, calentando nuestros pies y estas frías y arrugadas manos bajo el tibio sol del otoño, tratando de atrapar aunque más no sea, sólo una fracción de segundo, sin saber para qué…
Será que la única manera de robarle un segundo a ese mezquino, es volverse niño para recomenzar con nuevos saberes, buscar horizontes con otras siluetas, brisas más templadas o canciones por hombre alguno entonadas.
Hagamos de ese tiempo, nuestro tesoro, no para guardarlo, sino para vivirlo plenamente.