Enseñé siempre a escribir bien y trato de expresarme correctamente en la convicción de que hay que cultivar la lengua como valor y patrimonio cultural.
Aclarado esto, me referiré al lenguaje inclusivo y a la denostación constante y rabiosa que se hace de él sin analizar ese fenómeno social que surge en Hispanoamérica a fines del siglo XX.
Ese rechazo ha caído en un plano ideológico, se ha ubicado en un lado de la grieta como si tuviera algo que ver con eso y no sea inherente a lo humano. Muchos dicen que visibilizar la inclusión no tiene nada que ver con la lengua, pero lo embanderan con partidos políticos y religiones. ¿Por qué no hay tanto fervor en defender la lengua de la invasión angloparlante que aparece en todos los ámbitos burdamente? En noticieros, en mensajes gubernamentales, en absolutamente todas las comunicaciones que debieran ser formales y comprensibles, se intercalan términos en inglés en forma antojadiza. Ni hablar de las redes, la ficción, la publicidad. Nadie parece preocuparse por ese fenómeno que solo responde a modas.
La lengua es un sistema de comunicación vivo, atravesado por la historia, la cultura, los modismos regionales y coyunturales, etc. No hablamos como en la Edad Media, ni siquiera hablamos como nuestros abuelos y nuestros nietos no lo hacen como nosotros. La RAE ha venido aceptando esos cambios validados por el uso.
Cuestionarlo es como resistirse al viento o detener a la lluvia.
La Humanidad acomoda su lenguaje a sus necesidades y hoy es urgente que los varones comprendan que la mujer tiene los mismos derechos y capacidades y les hagan espacio en los puestos de poder. Y también lo es, que se respeten los del colectivo LGBTIQ.
Y aunque valoro la pureza lingüística, soy parte de la sociedad y tengo el deber humano y de conciencia de visibilizar esos derechos a través de mi lenguaje.
Es la avalancha de la historia, zonzo.
*La autora es Profesora de Enseñanza Primaria (jubilada). San Martín