Desde hace décadas, nuestras arboledas han sido motivo de orgullo. Cuando los turistas, sorprendidos por esos túneles de copas de árboles de nuestras rutas o advirtiendo añosos y respetables ejemplares urbanos preguntaban cómo se había generado ese respeto por la naturaleza, se les solía narrar, jocosamente, esa historia apócrifa, que refería como un extranjero, al aproximarse en avión a Mendoza decía: “que afortunado este pueblo: encontrar bosques tan profusos en este desierto para construir las ciudades en su interior”.
Pero parece que existe una tendencia a despreocuparse de esa centenaria tradición. Cualquier tormenta provoca caída de árboles secos que debieron ser remplazados, lo que ocurre en diversos departamentos. No se prevén sistemas de riego por goteo o de otra forma que alimenten esos árboles sedientos que desfallecen.
Esperemos que alguna reacción impida que nos encontremos ante un conjunto de esqueletos arbóreos que sirvan de inspiración para algún émulo del gran pintor Caravaggio, iniciador de los cuadros denominados “naturaleza muerta”.
*El autor es profesor emérito UNCuyo.
