Carlos Zannini lloró por él mismo cuando se quebró ante los senadores el jueves pasado. Estaba hablando del acuerdo con Repsol, exitoso para él, pero en su cabeza y en su espíritu pesaba más el caso del juez Oyarbide.
O su propio caso, porque desde sus oficinas se hicieron gestiones para frenar un extraño allanamiento a una financiera, pedidos a los que el inconcebible Oyarbide accedió en el acto. Zannini ya estaba solo. Hasta la Presidenta tomaba públicamente distancia de quien fue su más cercano colaborador en el manejo del Gobierno. Ese Zannini desconocido, quebrado emocionalmente, contó sobre el clima interno en el centro del poder con más precisión que cualquier crónica periodística.
Hay momentos que merecen algunas lágrimas. Uno es cuando no existe una solución buena para un enorme escándalo político. No la hay para este caso. Oyarbide es un estorbo para el poder político, es cierto, pero su salida inmediata podría costar el cargo al secretario Legal y Técnico de la presidencia. Oyarbide es un mal juez pero no es un incompetente. Cuando escribió su informe a la Cámara Federal, en el que dio cuenta del pedido que le hizo el segundo de Zannini, Carlos Liuzzi, para que pusiera fin al allanamiento, estaba anticipando probables delaciones futuras. La memoria de Oyarbide está cargada de peligrosos secretos.
Liuzzi argumentó que un amigo, Guillermo Greppi, el dueño de la cueva financiera, lo llamó para denunciar que los policías que allanaban sus oficinas le pedían una coima de 300.000 dólares, que luego regatearon en 2.500.000 pesos. Liuzzi llamó a Oyarbide, le contó lo que escuchó y el juez puso de inmediato punto final al allanamiento. Ni Liuzzi cumplió con su deber de funcionario público (no denunció penalmente un delito que conocía) ni Oyarbide se preocupó demasiado por la causa original ni por la denuncia de coimas que recibió. Todo quedó en un amable intercambio de favores entre importantes funcionarios del Gobierno y un juez federal.
Nadie sabía con exactitud cómo llegaban a Oyarbide los pedidos y las necesidades del Gobierno, aunque el juez decidió siempre, en los casos más sensibles por lo menos, de acuerdo con el kirchnerismo. Zannini y Liuzzi acaban de dar una pista. La Presidenta ha denunciado muchas veces las supuestas presiones de imprecisas corporaciones sobre la Justicia. La primera prueba de que existen esas presiones acusa a su propio gobierno. El freno abrupto de un allanamiento a una financiera no es precisamente un caso de justicia legítima, el nombre de la organización judicial kirchnerista en la que militan muchos funcionarios judiciales.
Liuzzi no existiría sin Zannini. Es la mano derecha del influyente secretario, el único funcionario de su más estricta confianza. Liuzzi llegó a frenar en sus oficinas expedientes que promovía el entonces jefe de Gabinete, Alberto Fernández, cuando éste era el principal colaborador de Néstor Kirchner. Nadie hacía eso en el universo kirchnerista si no sabía que contaba con una mano protectora. Liuzzi la tenía. Era la de Zannini.
¿Podía Oyarbide ignorar la denuncia de Liuzzi? No, pero hizo exactamente lo que no debía hacer. Varios jueces federales consultados contestaron de la misma manera: “Yo me hubiera apersonado con la Gendarmería en el lugar de los hechos, hubiera continuado con el allanamiento y hubiera, al mismo tiempo, abierto una investigación por la denuncias de coimas”. Oyarbide no hizo nada de eso. Pretextó que estaba en ese momento “en un lugar agradable con personas agradables”. La frivolidad y la complicidad van de la mano.
La primera pregunta que resalta consiste en saber si realmente existió el pedido de coimas. Los funcionarios judiciales conceden, casi unánimemente, que los policías pidieron dinero. La segunda pregunta es si esa coima era sólo para los policías o si también incluía al juzgado de Oyarbide. El diputado Oscar Aguad denunció que en ese juzgado “existe una asociación ilícita”. Jueces y fiscales federales no llegan a tanto en sus sospechas, pero aceptan que en las oficinas de Oyarbide hay manejos oscuros e inexplicables de sensibles causas judiciales.
Creen que el secretario letrado del juez, Carlos Leyva es el operador de mayor confianza personal de Oyarbide para esa clase de manipulaciones. Son demasiado conocidos, además, los viejos lazos que vinculan a Oyarbide con la Policía Federal. La coima era, además, demasiado grande para policías que no tenían poder final sobre el expediente. Ese poder lo tenía Oyarbide. Cualquier sospecha le cabe al juez, acostumbrado a una ostentación casi obscena de riqueza que no puede explicar ni justificar. “Oyarbide gasta en 10 días el sueldo de 30 jueces federales”, aseguró otro juez.
Otra pregunta pendiente refiere a si Cristina Fernández se enteró del potencial escándalo provocado entre Oyarbide y Liuzzi sólo cuando se publicó en los diarios. Los hechos sucedieron en diciembre pasado pero no tomaron estado público hasta hace pocos días, cuando la Cámara Federal envió las anomalías comprobadas al Consejo de la Magistratura. Sin duda, Zannini estuvo enterado desde el primer momento de lo que había sucedido, incluida la reveladora confesión de Oyarbide sobre Liuzzi, escrita con su puño y letra. A Zannini se le podrían escapar potenciales conflictos económicos pero no los riesgos que esconden los expedientes judiciales. Ésa es su especialidad intelectual. Para eso fue llevado al cargo que tiene.
El escándalo estalló en el Consejo de la Magistratura. Los consejeros kirchneristas creyeron al principio que el problema no era tan grave. Leyeron el expediente y cambiaron de opinión. “Las pruebas son tremendas”, confesó el consejero hiperkirchnerista Carlos “Cuto” Moreno a otro miembro del Consejo. Iban por la cabeza de Oyarbide. Pero la justiciera decisión modificó su rumbo con el correr de las horas. No soltaron la mano a Oyarbide. No por ahora.
Una orden tajante llegó desde la Casa de Gobierno. ¿La orden fue de Cristina o de Zannini? Nadie responde. Los representantes de los jueces acompañaron al oficialismo, con la única excepción del juez Ricardo Recondo. ¿Qué pasó con jueces que tienen fama de independientes o que llegaron al Consejo por listas no kirchneristas? ¿Qué sucedió para que terminaran acompañando al oficialismo? ¿Sólo influyó, acaso, el reflejo corporativo de los jueces? También faltan esas respuestas.
Luego de esas oportunas dilaciones, un opositor encaró al consejero Eduardo “Wado” de Pedro, el representante camporista en el Consejo, y le preguntó a quemarropa: “¿Sabés que este caso compromete seriamente al Gobierno?”. La respuesta fue lacónica: “Sí, lo sé”. Era la confesión de la impotencia. La aceptación de la envergadura del escándalo y de la escasez de soluciones para salvar al Gobierno.
Al principio de la era kirchnerista, Oyarbide estuvo a punto de ser expulsado de la Justicia pero logró sobrevivir. Lo que siguió luego fue una asociación entre el juez y el kirchnerismo para defender a funcionarios y para perseguir a opositores. Esta asociación permitió al juez amplios márgenes de arbitrariedad en la administración de justicia. Todos los que importan sabían que el kirchnerismo lo amparaba.
Algunos años más tarde, Oyarbide cerró en pocas horas una causa por enriquecimiento ilícito de los Kirchner. Era un caso tan evidente de crecimiento patrimonial de funcionarios públicos que obligaba a la Justicia a una investigación más larga y eficiente. La eventual destitución del juez ahora podría reabrir ese expediente si se aplicara la doctrina de la “cosa juzgada írrita”. Esto es: una cosa juzgada dejará de serlo si se comprobara, por ejemplo, que la causa fue armada para promover su cierre inmediato.
Oyarbide podría contar muchas cosas. Es lo que el juez mandó decir. Existen también peligros eventuales más inmediatos y probables. Una caída fulminante y estrepitosa del juez podría arrastrar a Zannini y, desde ya, a Liuzzi. ¿Por qué se iría sólo el juez si lo que éste hizo le fue pedido desde las oficinas del funcionario más influyente de la era kirchnerista?
La preservación de Oyarbide significaría, a su vez, la permanencia y el crecimiento del escándalo. El caso actual no involucra sólo al juez, como sucedió en otros escándalos del pasado, sino también al sancta sanctórum del poder kirchnerista. Tampoco vincula a ministros o a legisladores kirchneristas que están físicamente lejos de la Presidenta.
El despacho de Zannini está al lado del de Cristina. De hecho, ya comenzaron a divulgarse supuestas declaraciones a la policía del financista Greppi que sindican a Zannini como un eventual “socio” del financista, que Greppi desmintió. El escándalo sube un escalón más con cada día que pasa.
Una última pregunta. ¿Por qué las cuevas financieras pueden vivir impunemente? ¿Por qué ninguna oficina del Estado (incluida la AFIP) puede hacer nada contra esos lugares que manejan dinero negro, que disponen de dólares en un país sin dólares y que evaden impuestos a mansalva?
Oyarbide sobrevivió trece años a un escándalo personal que debió haber provocado su destitución o su renuncia. Otros escándalos lo tuvieron luego como protagonista principal. Ese juez inverosímil debería ser destituido de inmediato, pero alguien debería investigar también la trama política oculta que lo protegió durante un tiempo inexplicable.