En Esauira el día empieza por el final. Entonces, los últimos latidos del sol colorean la circunstancia, y los muros decadentes y sublimes, traídos de esferas remotas, revelan conexiones entre la cultura oriental y la occidental.
Es el atardecer, llamador de parroquianos que se reúnen a despedir al astro y su luz;la sabiduría del Atlántico, los botecitos y el revoloteo de incontables gaviotas de testigos. A diestra y siniestra hay un patrimonio arquitectónico notable, compadre de las olas, mezcla de África, Europa y los universos árabes y bereber. En el noroeste de Marruecos, el aire sabe a océano y fascinación.
La escena se da cada ocaso en los alrededores del puerto desde que a mediados del siglo XVIII el Sultán Sidi Mohamed ben Abdellah dijo que acá había que construir una dársena para estrechar lazos con el planeta, y una ciudadela fortificada de pintas francesas sobre la antigua demarcación.
Lo estratégico del punto ya había cautivado antes a fenicios, griegos, romanos, portugueses y galos, y de las ausencias de todas esas civilizaciones se alimenta hoy una urbe de apenas 70 mil almas. Pedazo de tierra que se inunda de postales exóticas, labradas por gente que, después de una jornada de bullicio y pulsión marroquí, ahora sólo quiere horizontes.
Los secretos del casco antiguo
“Yo residí en España durante cuatro años pero me deportaron y tuve que volver. Allá tenía un buen pasar, muchas comodidades, podía ahorrar... Aquí la cosa está muy mala, se hace muy difícil sobrevivir”, cuenta Mounir, que como tantos de sus compatriotas tuvo aventuras del otro lado del Estrecho de Gibraltar, y por eso habla castellano de maravillas.
Mala pata para el amigo treintañero, que ahora se las arregla vendiendo galletas en la zona del puerto. Falla en el intento comercial pero se queda parlamentando largo y tendido de sus peripecias, de sus reflexiones. Lo hace igual que todos, hurgando las respuestas al mar.
También el viajero se pierde en la contemplación, involucrado con pescadores que desbordan la caleta de griterío en árabe, con los ancianos enfundados en túnica blanca y bigotes, con el dejo mil y una noches latente. Tras la elipsis y en cercanías de las Islas Púrpuras (en la que aún respiran las ruinas dejadas por los portugueses), el protagonismo se lo lleva la Medina, núcleo urbano que al amanecer dará cantidad de material a la memoria.
Allí, en ese recuento de callecitas caprichosas y desordenadas, el barniz del tercer mundo comparte baldosas con los rasgos de Europa. El resultado es una dimensión nueva, de bases afrancesadas reformadas a la África del norte, preciosas las construcciones blancas y desgastadas en sus detalles de arcos, torres, y pinceladas de azul. Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, el casco histórico peatonal (incluso a pie andan quienes transportan los carros con productos de todo tipo), es suelo hecho para perderse por encantadores pasadizos.
De los vacíos y las bellezas en sombras de las arterias-acertijo, a multitudes compuestas por árabes y bereberes (las dos colectividades mayoritarias del país), inundando la calle principal y los mercados al aire libre. Cantan los vendedores que la sandía está en precio y el pescado recién salido del agua.
Debajo de los toldos emergen aromas a especias y mujeres cargadas de bolsas, pañuelo a la cabeza y manos tatuadas (la tradicional henna, de tinta marrón temporal). Al unísono con los hombres, caminan a paso apurado, muy pendientes del comercio.
Lindante reposa la Mezquita Mayor, que desde los parlantes convoca al rezo cinco veces al día. Del resto del tesoro arquitectónico lo que prima es el conjunto, y nombres propios como la plaza Moulay el Hassan (cemento y más reminiscencias europeas), las puertas de la Marina, la Marrakech y la Doukkala (de estilo neoclásico, ofrendan majestuosidad al entrar o salir de la Medina), y fundamentalmente las fortalezas o “skalas”: la del puerto y la de la “Ville” (la denominación trae más rastros del colonialismo francés en la región).
En la primera destacan el par de torres y la muralla-pasarela con su hilera de cañones. En el interior de la segunda, martillan los artesanos de la madera, considerados de los mejores del continente. Dispuestos a lo largo y ancho del casco como un resabio del Medioevo, sobresale asimismo el trabajo de los orfebres y sus productos de platería y el de los maestros de la tela y las alfombras. El Barrio Judío es un buen ejemplo de ello.
Bohemia y playa
Aquí y allá, los músicos callejeros ponen kilos de arte, igual que los pintores, poetas y escritores venidos de múltiples latitudes. Atraídos por las musas de Esauira, el colectivo da vida a la célebre bohemia local, nacida en el movimiento hippie de los 60 (Jimmy Hendrix, amante de estos pagos, fue bandera) semblante que se nota en los cafetines y en las pequeñas aunque vitales salas culturales y a la hora de celebrar el masivo y mundialmente conocido Festival de Música Gnaua (junio).
Esa traza también se aprecia en la playa, ubicada a metros de la Medina. No hay paraíso en la gigantesca capa de arena, pero sí muchos vientos alisios, fenómeno que convierte a la ciudad en un referente del Kitesurf y el Windsurf. Por ahí circulan señores con turbante e invitación a pasear en camello, y así la vecindad de las dunas queda al descubierto. Todo a la vista de las murallas, del puerto, de las gaviotas, del carisma redentor de Esauira.
Los riads, la tele y las mujeres
A tono con el resto del país, Esauira está repleta de riads. Se trata de las típicas viviendas de origen andaluz que reparten carácter y primores con tres o cuatro pisos de finas terminaciones en arte islámico, patio central de vegetación y fuente, sillones, almohadones y frescura por doquier. Varias de ellas funcionan hoy como hoteles y posadas de la más diversa categoría (se consiguen cuartos básicos desde U$S 12). Adentro, algo de sultanes y pachás habita la atmósfera, o al menos así lo percibe el viajero.
En la sala común, el piso alfombrado sirve para echarse y disfrutar de un té de menta (por lo popular, es el equivalente al mate para los marroquíes), y pispiar lo que dan en la tele: más de 100 canales que en su inmensa mayoría pasan o bien videoclips de música religiosa, o bien programas en los que las estrellas son los líderes musulmanes hablando de Alá, el Corán y sus preceptos. Casi como homenajeando las palabras del guía espiritual, la mujer de la limpieza entra con el rostro cubierto, silenciosa y espectral, y ordena un poco el rincón.