Esa gran familia de Luján en los años 60

Amado Oscar Juan, el reconocido vecino del centro lujanino recuerda anécdotas, amistades y sucesos de la segunda mitad del siglo XX. Los comercios de aquella época y las travesuras de los niños de entonces.

Esa gran familia de Luján en los años 60

Vine al mundo en los años '50, más precisamente el 25 de mayo de 1950, Año Sanmartiniano por excelencia, y tal vez en buena medida por eso me empeñé en estudiar la vida y obra del Libertador.

La primera casa paterna estaba en el predio de la confitería y heladería “La Porteña”, al lado de la Municipalidad, a pasitos de Roque Sáenz Peña. Con el tiempo, mis  padres, Amado Juan y Manuela Zahzú (88), se mudaron a la calle 20 de Setiembre, en la misma vereda donde estaba la farmacia “Del Pueblo”, propiedad de don Humberto Vera.

Ese inmueble, con los años, fue adquirido por el cómico Cacho. En esa vivienda nacieron mis hermanos Daniel (psicólogo) y Sandra (ya fallecida).

En los años '60 la sociedad de Luján era una gran familia. Los tiempos de pibe prácticamente los pasé con mis amigos en la plaza departamental, que era muy distinta a la actual. Un paseo sobrio, sencillo, con canteros floridos que eran la envidia de otros lugares.

Mis amigos de entonces eran, entre otros, Daniel Bechara, Raúl Vitale, Amado Mafauad, Carlos “Caco” Merlo, “Mono” Escalante, Carlos Abraham, David Frenk y Ana María Marti.

El escenario de entonces,  la plaza, la farmacia de los Vera, la vieja sede de la Comisaría 11ª y por supuesto la iglesia Nuestra Señora de Luján. Y más al sur el Bajo y la cancha del Granate.

Donde ahora está instalado el Banco Nación se encontraba la casona de la familia Aguinaga, inmueble que pasó a ser más tarde la escuela Juan Agustín Maza y posteriormente el colegio José Manuel Estrada.

Una de nuestras picardías, ciertamente riesgosa, era treparnos por las cornisas al campanario del santuario, y bajar sencillamente por la escalera interior. La altura era considerable, un paso en falso y la caída podría haber sido problemática. Una vez nos sorprendió en plena fechoría uno de los curas, que nos dio el reto que imponía el caso.

Tal vez contribuyó a que el sermón no fuera tan severo el hecho de que yo me desempeñaba como monaguillo en las misas, tarea que cumplí hasta los 16 años. No faltaron oportunidades en que mi mamá Manuela tuvo que ir a buscarme al templo para hacer los pendientes deberes escolares.

Parte de la primaria la cursé en la emblemática escuela Comandante Torres. Recuerdo con cariño a las señoritas Laconi, Díaz y Elsa Paredes de Vera (tercer grado), quien con los años fue mi paciente. Mis papás me pasaron luego a la privada Juan Agustín Maza, que funcionaba en el solar donde hoy se ubica la Clínica Luján, en calle Alvear.

Del plantel de educadores, señalo a una docente, también de apellido Díaz, a la que encontré años más tarde en la escuela Antonio Marchionatto, de Chacras de Coria, donde me encontraba realizando una labor de educación para la salud.

Se acercó una señora, me estrechó con sus brazos y me dijo: “Vos sos Juan, ¿no te acordás de mí? Soy tu maestra de 4to grado en la Agustín Maza”. El resto de la instrucción primaria la hice en la escuela José Manuel Estrada, donde mi maestra fue Alicia Ruggeri de Farina, otra de mis pacientes.

Hasta los 9 ó 10 años viví en un departamento que estaba en la propiedad de la confitería “La Porteña” (San Martín 280, vereda oeste), muy conocida y visitada en los años '60 y '70, no solo por el público local sino también por gente de la ciudad. El negocio los tres hermanos Juan: Simón, Amado y Elías.

Para muchos se trataba de la segunda casa. Lugar para el café, los vermús y los helados, éstos su especialidad, preparados por el maestro heladero, mi tío Simón. Uno de los mozos famosos que recuerdo como un padre fue Ernesto Visitación Cuello, “el Lorito”. Había arribado desde San Francisco del Monte de Oro (San Luis) a hacer el servicio militar en Mendoza y se quedó trabajando con mi familia por más de 40 años.

La barra de amigos de mi papá y sus hermanos, con mucha frecuencia armaban una broma “de turno”. En ocasión de una visita a la provincia del entonces presidente Arturo Umberto Illia, los habitués se complotaron.

Le hicieron creer a mi padre (Amado), que el protocolo del Gobierno local requería a la firma 600 postres helados, destinados a un agasajo que se le dispensaría al mandatario en la refinería de petróleo de YPF. La comida existió, pero la solicitud no. Papá se puso como loco para ver cómo satisfacía un pedido de esa envergadura.

Fue entonces cuando mamá lo calmó y le hizo advertir que no era otra cosa que una chanza de “los muchachos”. Claro, luego venía la devolución de atenciones.

Años después , alguien del equipo de pícaros notificó a los hermanos Scopel (gestores del falso requerimiento de casatas) que debían tener listos sus camiones (eran transportistas y mecánicos) porque las autoridades los iban a tomar para trasladar a simpatizantes justicialistas a un acto, a realizarse en Plaza de Mayo.

Los “afectados” del momento se apuraron a esconder los vehículos, temorosos de la incautación, hasta que finalmente se dieron cuenta que habían “pisado el palito”.

Y también quiero referirme a momentos de conmoción, como cuando murió Eva Perón, y se ofreció una capilla ardiente en la Municipalidad, de donde había gente que salía llorando. O los golpes que derrocaban gobiernos, episodios que repercutían en el devenir de la comunidad.

Por ejemplo al caer Perón, en 1955, algunos se ocuparon en arrancar el monolito que había en una de las esquinas del paseo.

Entre los negocios, recuerdo la peluquería de Alberto Díaz y la lotería y servicio de lustrado de don Pablo Atle, en competencia este último con los lustradores de la plaza, Pedrito Ramírez y don Vila.

Al lado de la peluquería mencionada  estaban mis abuelos (Elías Juan y María Simón), que luego alquilaron el inmueble a doña Manuela Corvalán y su hermano. Y pegado, el fotógrafo Riccio. En una de las esquinas de la avenida principal y Sáenz Peña, un hito: la tienda San Martín, de don Elías Abraham.

Por la calle al dique, el bar de "Chuschín" Ponce, el taller mecánico del señor Solfer (don Coti), con quien trabajaba Tomás Daparo. Para ir terminando mencionó la casa de mi tío Juan (hermano mayor de los varones) y la vieja sala de primeros auxilios, y su recordado médico Camilo Antonio y los enfermeros.

Por San Martín, la peluquería de don Funes y el bar de los Pereyra, y otro bar, “La Gruta Azul”, de don Angelo, que alguna vez hospedó a Alberto Castillo, cuando venía a cantar en los bailes del Luján Sport Club.

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