Hacia mediados de los años 80 del siglo XX se inició un intenso debate sobre la necesidad de hacer una reforma del sector público que permitiera configurar una institución financiable, que facilitara el desarrollo económico y no lo ahogara como estaba ocurriendo.
La crisis hiperinflacionaria de fines de la década citada dio la posibilidad al gobierno de Carlos Menem de poner en práctica esas ideas que dominaban el debate económico y político. En parte lo logró con la desregulación de la economía y la reforma de la administración pública nacional.
Pudo, con la convertibilidad monetaria, parar la inflación, pero no el endeudamiento ya que el gasto público excesivo se mantuvo. Con lo cual esa experiencia fracasó.
El periodo iniciado a comienzos de 2002 y finalizado en 2015, con el cambio de gobierno, se caracterizó esencialmente por la reversión de lo realizado en los 90. Se reestatizaron empresas, se crearon otras nuevas, tanto nacionales como provinciales, creció extraordinariamente el empleo público y la remuneración del mismo, surgieron nuevas dependencias estatales de todo tipo.
Los números son elocuentes. El gasto público consolidado, que en 1995 representaba el 26,3% del PBI, ascendió a 41,4% en 2015. El incremento de empleo fue acompañado de claras ventajas para quienes se desempeñan en el sector público, tanto por las condiciones laborales como por las remuneraciones.
Esta situación objetiva, acompañada por una intensa acción ideológica en favor del estatismo y contraria a la actividad privada, ha ido configurando una de las sociedades más estatistas del mundo.
A la vez, se expandieron las corporaciones de diverso tipo, donde los intereses de las mismas bloquean todo intento de reformas.
El problema es que ese inmenso y complejo sector público no se puede financiar con impuestos, a pesar de que la presión fiscal es la más alta de la historia. Presión tributaria de todo tipo que hoy es el mayor obstáculo para la competitividad de las empresas, además de ser un desaliento para las inversiones.
En consecuencia no quedan más caminos que el endeudamiento y/o la emisión monetaria para financiar el gasto. Este círculo vicioso se traduce en la conocida situación de estancamiento económico, la temida estanflación, en la que según varios economistas ya nos encontramos.
En una sociedad de corporaciones la situación precitada agudiza la denominada puja distributiva: no solo nadie quiere perder nada, sino que todo el que puede quiere quedarse con algo del otro. El sacudón cambiario que estamos viviendo mostró que el endeudamiento en los mercados financieros se había hecho oneroso y difícil de conseguir, de ahí el recurso al FMI en busca de una "tabla de salvación", siempre temporaria. Porque sin rehacer el sector, adecuarlo a lo que es sustentable en el tiempo, el déficit nunca se irá.
No se trata de un problema ideológico entre estatismo y privatismo, sino de una realidad incontrastable, los datos está a la vista. Ciertamente hay que discutir qué se corta y que no, pero lo que es seguro es que hay que revisar cada dependencia, cada organismo de ese pesado aparato que abruma a los que están fuera de él.
Hay enormes y oscuros bolsones de privilegios que el gobierno tiene que sacar a la luz, para que los ciudadanos entiendan cuál es la naturaleza y magnitud. Porque achicar el déficit sin reforma es pan para hoy y hambre para mañana.