Epicuro y el profesor Carrizo - Por Javier Hernández

“Nuestros temas serán el amor, la muerte, la felicidad y el tiempo”, anunció en la primera reunión de la revista.

Epicuro y el profesor Carrizo - Por Javier Hernández
Epicuro y el profesor Carrizo - Por Javier Hernández

Cuando no había internet y cualquier búsqueda era una tarea artesanal, tuve un trabajo en el que revolvía cajas de libros a la pesca de un dato. Fue a fines de los 80.

Había terminado la secundaria y me ofrecieron participar de una revista sobre filosofía que saldría en San Martín. Yo casi no tenía idea del tema y por alguna confusión alguien sugirió mi nombre. Acepté.

El proyecto nació en la cabeza de Carrizo, un autodidacta sin títulos que, con la misma facilidad que citaba a Heidegger, bajaba el motor de su Citroën 3CV para meterle mano cuando no arrancaba.

Sabía de todo un poco y lo llamaban “Profesor”. Cuando lo conocí había pasado los 50, era dueño del Citroën y de una biblioteca que guardaba en cajas apiladas hasta el techo. Lo demás no era suyo.

El Profesor alquilaba una fotocopiadora y cuando cerraba el negocio, abría la redacción: “Nuestros temas serán el amor, la muerte, la felicidad y el tiempo”, anunció en la primera reunión. Éramos media docena, y para celebrar trajo unas pizzas. A

llí nos habló de Epicuro, y contó que el filósofo griego enseñaba que adorar a los dioses es una pérdida de tiempo y que la felicidad es el único propósito de la vida. Dijo que coincidía con esas premisas y así se llamó la revista “Epicuro”.

Pegado a la fotocopiadora había un pasillo que se hundía en la cuadra y en la primera puerta del corredor vivía Carrizo. Era un departamento de dos habitaciones, una de ellas usada como depósito de sus libros. Mi trabajo en esos meses fue rebuscar en las cajas y dar con datos que el Profesor necesitaba.

Con el tiempo confirmé que Carrizo tenía fatal atracción por los proyectos inviables y su revista tampoco funcionó: la gente no se interesó, los auspicios no llegaron y con sólo tres números, el Profesor bajó la persiana. Le debía plata a todo el mundo y para pagar deudas achicó gastos y se mudó a la segunda puerta del pasillo, un departamento más pequeño y barato.

Con Carrizo nos vimos de tanto en tanto. Él seguía embarcado en empresas extrañas como ofrecer clases de Latín o diseñar árboles genealógicos; vivía en una pendiente y nunca lo vi repuntar, aunque tampoco lo conocí triste. Tardé 15 años en cobrar aquel trabajo y fue Carrizo quien me buscó:

"¿Qué hacés, Hernández? Me voy de la pensión y plata no tengo: pasá, llévate algunos libros y quedamos a mano", me ofertó por teléfono. Acepté.
Volví por allí y la entrada del pasillo se me hizo más angosta de lo que recordaba, una puerta estrecha entre dos locales vacíos.

En uno de ellos funcionó la fotocopiadora y la aún más breve redacción. No había timbre y la puerta era un marco de chapa con tres barrotes y una tela de gallinero agarrada con alambres.

Detrás de la reja, el pasillo sin techo hasta el corazón de la manzana. Desde la vereda podían verse cuatro puertas. Carrizo había pasado por todas y ahora vivía en la última.

“Me voy. Llegué a lo más barato del pasillo y hay que mudarse”, me dijo.

Estuve allí solo unos minutos y en pago me llevé las obras de Nietzsche en cuatro tomos que editó Book Trade. Carrizo se fue en esos días a San Luis: su hermano estaba montando un telescopio que quería vender a la universidad y el Profesor iba a ayudarlo.

Epicuro también decía: “Llegará el momento en que creas que todo ha terminado. Ese será el principio”. Supongo que Carrizo también creía en eso.

Tenemos algo para ofrecerte

Con tu suscripción navegás sin límites, accedés a contenidos exclusivos y mucho más. ¡También podés sumar Los Andes Pass para ahorrar en cientos de comercios!

VER PROMOS DE SUSCRIPCIÓN

COMPARTIR NOTA