"Por qué preferimos la desigualdad?”. No es un slogan propio del marketing. No es una provocación porque sí. Pero en el título de este último ensayo teórico, François Dubet muestra valentía en la proposición de sus tesis. Él aduce que el verdadero coraje, en este planeta mundializado, no es ser “revolucionario” sino “reformista”.
Pero, pensando en estas altas ligas teóricas en las que juega el sociólogo francés, decir que las ‘grandes teorías’ sociales -como las de Pierre Bourdieu o Durkheim- ya están superadas es un acto de coraje que requiere el fundamento. Y él lo tiene, a raudales.
Dubet llegó a Mendoza hace unos días con su libro bajo el brazo, su moderado perfil de profesor universitario y un humor exquisito para proponer agudos desafíos teóricos condensados en esa idea de la desigualdad (y su contracara, la ‘justicia social’). La charla con él era casi inevitable.
-¿Cómo ha cambiado el concepto de justicia social, según su mirada?
-A lo largo del siglo XIX, y hasta los años ‘80, de manera dominante la ‘justicia social’ consistía en reducir la desigualdad entre las posiciones sociales: reducir las desigualdades entre los más ricos y los más pobres, por medio de los impuestos y de un Estado ‘proveedor’. Esta concepción ha dominado en la sociedad industrial, a través de los movimientos obreros, y porque la sociedad industrial es de tipo orgánico (las clases sociales son interdependientes).
En los ’80 hay un cambio de concepción en la ‘justicia social’. Se convierte en “igualdad de oportunidades”, que no sólo postula reducir las desigualdades sino que cada individuo tiene la misma oportunidad de acceder a todas las posiciones. De ahí en más no vamos a reflexionar más en términos de “rico”, “pobre”, “burgués” u “obrero”, sino en términos de “discriminado”: las mujeres, las minorías culturales, los homosexuales... Las dos concepciones son justas, pero los efectos no son los mismos.
-¿Como son esos efectos?
-En el primero se trata de reducir la brecha entre los más ricos y los más pobres, y eso sucedió en Estados Unidos, Canadá y los países centrales: los cuadros comparativos mostraron una reducción a la mitad. Pero a partir de 1980, con la introducción de esta nueva concepción que es la “igualdad de oportunidades”, observamos que la desigualdad comenzó a resurgir. Esto comienza a suceder por un gran número de razones, pero principalmente por el avance del capitalismo y también porque el nuevo modelo de justicia social no es más el mismo. El caso más característico es el de Estados Unidos.
A partir de 1960 en Estados Unidos comienza la lucha por la igualdad de los negros; y hubo grandes resultados: surgió una burguesía negra, hoy hay un presidente negro; pero la consecuencia global es que la desigualdad entre los blancos y los negros se acentuó porque los negros a los que les fue bien, lograron ascender; pero los otros fueron desplazados. Lo mismo sucede con las mujeres: algunas acceden a las élites, pero entre los sectores más pobres hay principalmente mujeres. Así, hay en el mundo un cambio en la concepción de la ‘justicia’ que tiene consecuencias positivas, pero también negativas en términos de la desigualdad global.
-Este cambio, ¿opera igual en los países centrales que en los periféricos?
-No. Porque los países centrales han conocido una gran integración social que no tuvieron los periféricos. Además porque la amplitud de las desigualdades no es la misma. En Francia, o Alemania, el 10% más rico tiene ingresos 4 veces más altos que el 10% más pobre. En Brasil, es de 15 veces. Pero lo que sí está pasando en los países centrales es que de nuevo las desigualdades se están profundizando, probablemente porque los mecanismos que crean el sentimiento de solidaridad se están desintegrando.
-¿Cuáles son esos mecanismos?
-El primero es que salimos de sociedades industriales nacionales -orgánicas, según Durkheim- y que hay una incapacidad de las instituciones para integrar a los individuos al sistema. El tercero, tal vez el más importante, es una transformación del concepto de ‘Nación’ al de ‘Comunidad’. Antes la ‘Nación’ era percibida como una unidad cultural, hoy tiene cada vez menos esta unidad cultural.
-¿En qué lo observa?
-La búsqueda de igualdad supone que todo el mundo contribuye a la redistribución de la riqueza; pero cuando la imagen orgánica se desvanece, las instituciones se resquebrajan y el concepto de ‘Nación’ cae, cada grupo se repliega sobre sus propios intereses. La hipótesis de mi libro es que la producción de la igualdad social reposa sobre mecanismos de representación de libertad y de igualdad.
-Pero eso no existe (risas)...
-Es una idea simple y correcta y la prueba es que en todos los países de Europa han aparecido movimientos populistas -no del mismo modo en que se entiende el populismo en Argentina- que sostienen que van a refundar la solidaridad. Pero es una solidaridad exclusiva, que supone cerrar las fronteras económicas, que quiere instituciones fuertes: la familia, la religión…
-Muy conservadora...
-¡Muy conservadora, sí! Es una sociedad que propulsa una solidaridad totalmente excluyente.
-¿Cómo puede darse esa contradicción?
-No es una contradicción. La solidaridad supone necesariamente que se diga quiénes serán parte de ella y quiénes no. Hay una solidaridad familiar, contra los otros; una local, contra los otros; y una sostenida en la idea de lo “nacional”. Ahora estos movimientos populistas postulan volver a una solidaridad nacional que excluya a todos los que no son parte de la ‘Nación’ y con una insensibilidad que deviene en la Europa de la gran industrialización.
En Francia la visión de los republicanos socialistas es una derecha muy, muy, religiosa y conservadora; en Alemania, más; en Italia, más. Es un fenómeno que viene creciendo hace unos 40 años. Hoy el problema es que el término ‘solidaridad’ ha sido captado por ese imaginario político conservador porque los terrenos sobre los que se funda la solidaridad se han transformado completamente. La izquierda hoy tiene grandes dificultades intelectuales y políticas porque en sus programas de reducción de desigualdad no tiene en cuenta los modelos naturales, las prácticas, de la sociedad.
-¿La izquierda no puede captar que lo que ha cambiado es la base de la construcción social?
-Cuando hablo de izquierda me refiero a los socialismos europeos comunistas, que piensan en clase obrera, en la escuela gratuita, en la economía nacional. Pero la ‘clase obrera’ ya no es seguro que exista; la escuela, en otra época, creaba ‘francesitos republicanos’ pero hoy se ha convertido en una suerte de mercado de diplomas, y el concepto de ‘Nación’ no tiene más la misma evidencia cultural, ni la misma fuerza política. Entonces mucha gente se siente abandonada por la sociedad y va hacia estos movimientos populistas que les prometen una solución.
-¿Cree que también esto pasa, actualmente, en América Latina?
-Los procesos políticos latinoamericanos son un poco diferentes, porque los problemas de sus países descansan en la integración de la economía informal, la integración de los sectores excluidos. Los países europeos, porque son dominantes, porque son ricos, no han vivido lo que en América Latina y no tienen el mismo concepto de ‘nacional populismo’. América Latina tiene una historia de nacionalismos, de regímenes autoritarios, de líderes carismáticos...
Todos símbolos muy fuertes por los cuales la unidad es débil. Y esto lo digo con mucha prudencia, pero creo que hoy los países centrales están tendiendo a estos conceptos que caracterizan a los países latinoamericanos, por una razón muy simple: todas las economías nacionales son totalmente dependientes de la economía mundial. Después de la mundialización, todas las economías nacionales son dependientes de esa economía global y ese es hoy el motivo por el cual el sentimiento de solidaridad social se ha destruido.
-Las ideas de igualdad, libertad y fraternidad, que postuló la Revolución Francesa, ¿cómo operan en este nuevo orden?
-Estos postulados de la Revolución en el mundo ideal se plantean como necesarios. Pero cuando hay solamente libertad, no hay igualdad. Si hay solamente igualdad, no hay libertad y cuando hay solamente fraternidad hay una secta religiosa (risas). Sería necesaria una combinación de las tres, pero son categorías necesarias y contradictorias. Y toda la filosofía política, desde el siglo XVIII, vuelve a este problema sin cesar una y otra vez. Este tema se volvió a replantear en estos nuevos tiempos. La primera etapa fue la democracia política, a partir del siglo XIX.
En el XX, la democracia social y los derechos sociales. En el XXI, en Colombia o en Ecuador, vemos ejemplos notables en la aparición de la democracia cultural y los derechos culturales: derecho a la religión, derechos a la propia lengua. Un ejemplo actual es que el debate más importante en Europa es sobre el Islam. Por eso para mí la reconstrucción del sistema de solidaridad es de naturaleza filosófico-política. Otro ejemplo: Francia, como México y Argentina, han sido países laicos (separación de Iglesia y Estado). Eso fue fácil de sostener porque la idea de laicismo era una cultura común en esas sociedades. Hoy esa cultura ya no es común a todos.
-¿Es posible pensar todavía en la idea de la revolución?
-No (se queda pensando). Vivimos casi durante dos siglos a la sombra del modelo de la Revolución Francesa, hubo revoluciones en el siglo XX que no funcionaron. Además el sistema de la interdependencia económica y cultural es tal que el término ‘revolucionario’ -“no el de los estudiantes de extrema izquierda”, dice- es inviable. Hay crisis extremadamente violentas y hasta podría haber contrarrevoluciones... De una cierta manera Thatcher y Reagan eran una contrarrevolución.
-¿Sí?
-¡Claro! Proponían volver de una manera original a la economía de mercado. Y por eso mismo el imaginario de la izquierda está desarmado. Quizás sean simpáticos movimientos como “Podemos”, pero aunque dicen querer romper con el capitalismo, cuanto más se acercan al poder piensan: “mejor nos quedamos en Europa” (ríe). Mi filosofía es que el verdadero coraje es ser reformista. En Francia es muy difícil hacer una reforma y es muy fácil hablar de manera revolucionaria (ríe).
-¿Cómo ve el proceso que está atravesando la Argentina?
-Lo que a mí me sorprendió es que hace 20 años el héroe social que había salvado a la Argentina era un obrero. Y hoy es una mujer de pueblos originarios (se refiere a Juana Azurduy). Este es un cambio muy importante, porque significa que hay una aceptación de las diferencias, que hay una sensibilidad en torno a la ecología que son novedosas; pero el problema sigue siendo descubrir qué tenemos en común. Una sociedad compuesta de comunidades no puede mantenerse en el tiempo, porque sólo un Estado totalitario podría mantenerla. Y puede ser un modelo ultra liberal con un mercado que regula, pero la idea de sociedad entra en crisis. Como soy sociólogo, prefiero guardar la idea de sociedad (sonríe).
-¿La 'seguridad' tiene relación con estos planteos?
-Al margen de que es un tema real, no un fantasma, va más allá del narcotráfico, los delincuentes y los robos (piensa). El motor de la vida social es la confianza, y si no la hay en los vecinos porque te pueden robar... Ahí está lo esencial de la reconstrucción de la solidaridad.
-¿Es posible reconstruir esta idea?
-Sí. Hay pequeños movimientos sociales basados en la solidaridad. En Argentina: las asambleas comunitarias, las fábricas recuperadas, etc. Sólo que es la solidaridad cerrada, excluyente del otro. El problema de construir una solidaridad inclusiva tiene como pilares la reconstrucción de una vida política democrática y es que el Estado logre que los ciudadanos perciban la naturaleza de los mecanismos de transferencia que tiene el vivir en sociedad. Por ejemplo: es bueno que la universidad sea gratuita pero es fundamental que los estudiantes sepan cuál es el precio de sus estudios, que comprendan que hay un contrato social que funciona y que, por haber recibido esos estudios, le deben algo a la sociedad.
Perfil
François Dubet es director de la Ècole des Hautes Études en Sciences Sociales de París y enseña Sociología en la Universidad de Burdeos II. Heredero de la sociología de Alain Touraine, es uno de los referentes en el campo de la sociología de la educación. Sus investigaciones se centran en la marginalidad juvenil, las desigualdades sociales, la inmigración y el carácter inclusivo o excluyente de las instituciones escolares. Defensor de una escuela inclusiva, dirigió la elaboración del informe Le Collège de I’an 2000. Entre sus libros, cabe mencionar “Le Travail des sociétés” (2009), y publicados por Siglo XXI Editores, “Repensar la justicia social” (2011) “¿Para qué sirve realmente un sociólogo?” (2012).