La teocracia iraní transcurre atrapada entre dos desafíos superpuestos que se esperanza en disolver con las elecciones iniciadas ayer. Uno es su decisión estratégica de mantener el programa nuclear al cual ha apostado su sentido histórico, a punto tal que cualquier retroceso se leería como la derrota de todo el modelo.
El otro, romper el aislamiento y el bloqueo económico que es una de las consecuencias más lacerantes de aquella iniciativa observada por los enemigos del régimen como el umbral de un arsenal atómico. Toda la discusión electoral ha girado alrededor de esas lunas.
La noción reinante de que lo que se ha disputado en la campaña iraní es el choque entre conservadores y moderados, es apenas una simplificación que puede incluir alguna certeza, pero que no alcanza a iluminar la densidad de lo que se juega en la trastienda.
Aquellos dos desafíos enredados configuran la mayor amenaza existencial que sufre la compleja y oscura revolución iniciada por Ruhollah Khomeini en 1979. Son los jinetes del colapso de la economía por el atragantamiento del crecimiento y por la ausencia de inversiones.
Esa descomposición, que lleva ya demasiado años, ha puesto a latir una inevitable bomba social bajo la superficie, que se va haciendo cada día más inmune a los mensajes de gesta nacionalista. Semejante deriva puede sonar paradójica en un país con una notable riqueza petrolera que debería atesorar la respuesta a esas tensiones.
Pero no se trata de una excepcionalidad iraní, y quizás en ello esté la explicación. La más cercana Venezuela, otra de las mayores napas petroleras mundiales, se debate en el mismo infierno de una economía agotada y enojo social.
En ese caso incluso más grave aún atento a que sucede sin el aditamento de las sanciones internacionales que, en cambio, sufre la nación persa. Hay un elemento común en la circunstancia que atraviesan estos socios petroleros que coinciden en el verticalismo, el control social y el rechazo a la crítica, y es el mal gerenciamiento de la cuestión pública que se produce al costo de un lucro cesante oceánico.
Irán, que había pausado el desarrollo nuclear durante la primera parte de la década pasada para no romper con el resto del mundo, decidió reforzarlo a una escala geométrica a partir de 2005 cuando llegó por primera vez al poder el ahora saliente presidente Mahmud Ahmadinejad.
El programa se convirtió en la principal bandera de esa administración que lo usó, además, como una amalgama nacionalista para ahogar el creciente descontento de las capas medias por el quebranto de la economía. Las amenazas de destrucción de Israel o el desafiante negacionismo sobre el Holocausto fueron el combustible de esa retórica.
Pero el aislamiento que trajo esa política agravó los problemas de una economía que ha venido funcionando desde el inicio de la revolución en base a subsidios pero sin contemplarse la apertura a nuevas fuentes de inversiones que permitieran, por ejemplo, mejorar las refinerías y evitar la compra de naftas para uso doméstico.
Más de la mitad del combustible que se usa en Irán es importado a precios de mercado y colocado a un valor subvencionado cinco veces menor, lo que atraganta al Estado víctima además de un contrabando creciente del carburante a los países limítrofes.
Además, y no es lo menor, la agenda gubernamental tampoco anticipó las consecuencias para el erario de la reacción internacional al programa nuclear vendido de un modo tan desafiante.
Para que se entienda, en Irán hay unidad en toda la dirigencia respecto a la defensa del derecho nacional a explotar esa energía. Pero las divisiones son profundas, dentro incluso de la dirigencia más ortodoxa, sobre el manejo estratégico para lograrlo y la conveniencia o no de dar la espalda a Occidente.
"El arte de la diplomacia es preservar nuestros derechos nucleares, pero no que las sanciones aumenten", sostiene el ex canciller y candidato Ali Akbar Velayati, un halcón conocido por los argentinos porque es uno de los acusados por la AMIA. En esas contradicciones se desintegró la carrera política de Ahmadinejad, cuyo delfín y consuegro ni siquiera fue autorizado para presentarse en las elecciones.
Así, el panorama que recibirá al próximo mandatario es el de un país que exporta la mitad de los 2,3 millones de barriles de 2011, una pérdida que anualizada implica US$ 48 mil millones o el 10% del total de la economía iraní.
La caída de ingresos y el extendido mercado negro contribuyen a una inflación superior a 30% anual con una desocupación de al menos 13% que se triplica para los sectores industriales.
Con una población cuyos dos tercios tienen un promedio de 30 años de edad, el descontento va de la mano no sólo con las dificultades para conseguir trabajo sino de créditos para una vivienda nueva en la cual formar su propia familia.
El masivo presentismo en las elecciones observado ayer es hijo de ese disgusto que buscó un cambio que emulara de un modo más sereno el que se intentó hace 4 años con el movimiento verde de Mirhossein Mousavi y Mohammed Karroubi.
Aquel intento terminó en una represión sangrienta que aún estremece a los iraníes y con la cual Ahmadinejad se garantizó la reelección. El nuevo héroe de esa gente es el clérigo Hassan Rohani, quien como principal capital exhibe haber sido ministro del ex presidente Mohamed Jatami, el mayor aperturista que tuvo la revolución.
Jatami, quien tenía un fluido diálogo con Occidente y colaboró en la ofensiva sobre los taliban afganos tras el atentado del 11-S en EE.UU., se desprestigió internamente cuando el entonces presidente George W. Bush anunció su inverosímil "eje del mal" en el cual colgó a Irán junto al Irak a punto de ser invadido. Era lo único que necesitaban los halcones para hacerse del poder.
Este jueves, la Casa Blanca pareció volver a articular con el elenco de irreductibles iraníes al anunciar, con un sugerente timing, horas antes de abrirse las urnas persas, que redoblaría el apoyo militar a los rebeldes que luchan contra la dictadura en Siria bajo el cargo de usar armas químicas.
Es la misma excusa que usó Bush para justificar la invasión a Irak. Damasco, que lo niega como lo negó en su momento Bagdad, es el mayor aliado de Teherán y, por muchas razones, el espejo donde el poder de los ayatollah no deja de mirarse.