Se sentó en la oscuridad, solo, siempre solo, a esperar que el invierno pasara. No el invierno real, este aún no llegaba, sino el invierno que el mecía cada día dentro de sí. Esperaba, constantemente, quién sabe qué, quizá que una noche de ese invierno un viajero lo despojara de tanto hielo, quizá que la oscuridad de una vez se espesara y lo dejara en paz, con tacto, sabor y mentol.
Pero no, los deseos del hombre nunca fueron realidad, sólo meros sueños de inocencia -así se decía cuando las estalactitas lo invadían, así se decía y así lo creía.
Joven, demasiado joven para tener los brazos por el suelo, los ojos claros muertos y el corazón marchito. Joven, sí, y también renegado de la vida. ¿Cuántas veces le había dicho que mejor era morir? ¿Cuántas? No entendía, no, todavía sonreía cuando se acercaban.
A veces la odiaba, su risa, su calor, ese cuerpo que pedía por él. Todo ese fuego lo abrumaba, se la había dicho, y ella, toda sonrisa y sueños -tonta-, había sentenciado que él no tenía derecho sobre nada, básicamente, eso le había dicho, y si quería podía insistir con su presencia. Otra soñadora latente, pero él ya no quería sueños, ni calor ni nada. Sí, si quería algo, dejar de sentir eso, la nada misma que lo congelaba.
El tiempo, eso que nadie sabía cómo medir o si era medible, se escurría como arena entre sus dedos, amontonándose a su alrededor, queriendo cubrirlo, tal vez hasta sofocarlo. Ojalá eso sucediera, pensó, ojalá el tiempo lo acunara dentro de una duna y se lo llevara de allí.
Nada, nada, nada y mil veces nada pasaba. ¿Era su vida un montón de eso? Había existido un él anterior, quizá había sido feliz. Conservaba la sonrisa pero la ironía era su marca y nada más, sabía que sus ojos lo decían, eran el maldito eco de sí, ese del cual no podía escapar y ella lo veía, o sí, y por eso era detestable.
Los ojos claros no deberían ser tan vivos, pensó. Imposible resguardarse de los ojos de tormenta, ¿realmente cambiaban?, pero lo más importante, ¿por qué lo veían?
Le gustaba el invierno. Siempre había dicho a todo el que quisiera saberlo que era su estación favorita. El cuerpo frío por fuera, reverberando por dentro, siempre igual, constante, hasta hoy. El frío era todo, el aire, su piel, sus ojos, su no-llanto y sus ganas de ser. Un inverno constante. “El frío puede matar también”, ¿por qué le dijo eso?, ¿por qué le importaba? Maldita, esa mujer estaba maldita y no lo dejaba, incluso en su invierno aparecía, como escarcha intermitente que se posa sobre la ropa y humedece los huesos.
Era diferente su frío, sabía a río y monte, él era de río pero con la marca de la ciudad, recordaba haberle dicho que nunca había nada realmente en su río y ella se había reído y lo había llamado inocente, creerse de agua y jugar con fuego, algo así le había dicho. No lo recordaba, sus palabras le huían o mejor dicho, a sus palabras las sepultaba tan hondo como podía, ella no debía entrar en él. No. No. No otra vez.
¿Por qué lo buscaba aún? Tantos porque que le despertaba, ¿por qué? Ella no era nadie, nadie para él, otra más que había sido una tibia brasa en su cama -¿tibia?-, pero no lo aceptaba, insistía en verlo, hablarle e incluso,… abrazarlo. Era un maldito enigma que no quería cerca pero no se iba. Era la maldita hoja de otoño que no deja al árbol, no se muere y queda pendiendo de un hilo de vida. El era ese árbol, ella la hoja y su historia una histeria que no pasaba.
Hacía más frío, ¿en el aire?, no, en su cuerpo. La nada le susurraba que debía despedirse, de nadie en realidad, era una forma de reírse de él, pero tan iluso era que no lo sabía. Pensó largo y tendido, podría despedirse sin que nadie se diera cuenta de lo que hacía. Solamente debía evitar verla o que ella leyera sus ojos, entonces escaparía de una vez y se dormiría entre la nieve para siempre.
Sí, casi sonrió, como si esa idea fuera suya y no de la abulia misma. No podía decirse que el tiempo hubiera pasado, si lo había hecho en línea recta o circularmente no era su problema, sólo ella habla de eso, ¿por qué? “El tiempo no existe”, “abriste una puerta, quisiste cerrarla y me colé por la ventana”, “no voy a dejar que me digas que no”. ¿Cuántas cosas le había dicho ese día? No importaba, no se iba y de alguna forma…
Podía pensarlo un poco más, apenas era otoño en la vida real. Lo haría pronto, de eso estaba seguro –sus ojos brillaron enfermizos, la pulsión de muerte ganaba paso-, la decisión estaba tomada.
Ella ya lo sabía. Lo había leído como a un libro y por eso,… no iba a dejarlo ya nunca más. Eros y civilización, una lucha constante en la que se había embarcado. Por él, por él, por él. No. Por todos. Los leería a todos, él, simplemente era la primer página de un gran libro. Una historia sin fin: la humanidad.