No es la política, sino la enfermedad la que cambia el destino de los Kirchner. También la política cambió ayer cuando se supo que la Presidenta está afectada de una confusa enfermedad que comprometería su cerebro.
Su eclipse, que en principio duraría un mes, la aparta abruptamente de las elecciones más difíciles que debió enfrentar en su vida política. Son elecciones que ya perdió en el primer ensayo de las primarias y que, según todas las encuestas, volvería a perder el 27 de octubre. Parece producirse una convergencia entre la decadencia política y la declinación física.
El país que se encaminaba confiado y seguro hacia una definición electoral tropezó ayer con un atajo de consecuencias imprevisibles. La enfermedad de la Presidenta es inescrutable hasta para los propios médicos. ¿Por qué consultaron con un prestigioso neurólogo? ¿Por qué si tenía un problema crónico, es decir anterior y permanente en su vida, debe hacer ahora un mes de reposo? ¿Qué pasó realmente durante ese sábado de misterio?
Los Kirchner (Cristina más que Néstor, en verdad) fueron siempre amantes de los secretos. Esa vocación por ocultar ha sido más profunda todavía cuando se trató del lado vulnerable de la familia: la salud del matrimonio. El secreto excita la desconfianza.
No pocos argentinos se preguntaban anoche si la enfermedad presidencial no estaba siendo dramatizada con fines electorales. La suspicacia se respaldaba en el uso y abuso que el kirchnerismo hizo del duelo por la muerte prematura de Néstor Kirchner.
Sin embargo, es difícil que esa especulación electoral exista ahora. La Presidenta se ha puesto en manos de muchos médicos que no conoce y de un sanatorio, como el de la Fundación Favaloro , que no se prestaría a semejante maniobra política. La enfermedad existe. Su gravedad es un enigma. Al revés, la política se formulaba anoche otras preguntas sin respuestas:
¿estará la Presidenta en condiciones físicas de concluir su mandato? ¿Qué dirá su familia, donde ella depositó sus únicos afectos, sobre una madre que mezcla peligrosamente el estrés del poder y las constantes emergencias de la salud? Había otras preguntas tan irresueltas como aquéllas: ¿quién controlará el gobierno este mes de reposo, obligado por un problema aparentemente neurológico? ¿Su propia recuperación le permitirá llevar las riendas de la administración desde su lecho en Olivos? ¿Quién lo hará si ella no pudiera?
En diálogos muy recientes, Cristina Kirchner reaccionó seca y tajante cuando a un interlocutor se le escapó la palabra "transición" para definir los próximos dos años. Contestó convencida de que se trata del último tramo de su poder, pero señaló que esa palabra sólo correspondía a una gestión como la de Duhalde.
Yo ejerceré la plenitud de mis atribuciones presidenciales hasta el último día, aseguró. Y agregó: El que me suceda decidirá si cambia o no la política de mi gobierno. Yo no cambiaré nada.
En esas pocas palabras estaba la síntesis de su actual pensamiento antes de que la enfermedad la tumbara: sabe que irremediablemente se irá en 2015, no tiene ninguna certeza sobre su sucesión y no está dispuesta a cambiar nada en los próximos dos años. Podría modificar su equipo de gobierno, pero no las políticas fundamentales. La adversidad de la víspera corrió el velo a dos problemas esenciales de la gestión de Cristina Kirchner.
Uno consiste en que ella nunca se permitió prever siquiera que podría llegar el momento de un relevo suyo, aunque fuere temporario, al frente del gobierno. La designación de Amado Boudou como vicepresidente, una resolución solitaria de la Presidenta, fue un error que ahora cobra otra dimensión.
Después de las muchas agitaciones judiciales de Boudou, y tras su caída vertical en la encuestas de opinión pública, carece hasta del respeto de los ministros para hacerse cargo de la conducción política del país. El peronismo, a su vez, abrió un espacio oceánico con el vicepresidente. ¿Es sólo el caso Boudou? No. Cristina Kirchner privilegió siempre la lealtad (o la simulación de la lealtad) antes que los atributos de sus funcionarios.
Ella misma se dio cuenta, en la intimidad, de que se equivocó con Boudou. Pero no hizo nada para cambiar las cosas. No está dispuesta a aceptar en público un solo error en su vida, privada o política. Todavía sus funcionarios rebotan en los tribunales pidiendo en nombre de Cristina la absolución del vicepresidente en sus causas judiciales.
Rebotan porque cambió la política o porque, como dicen los jueces, no podrían hacerlo sin cometer ellos mismos un delito. El otro problema es la manera de gobernar. Cristina agravó el estilo de su marido, que hacía un culto de la conducción personalista, centralizada y radial de su gabinete. La Presidenta decide cuánto cuesta el dólar o qué embajador argentino debe ir a un país de África. Ella resolvió que Martín Insaurralde debía ser el candidato en la esquiva Buenos Aires y que debía abrirse un espacio de tregua con Daniel Scioli.
Ella autorizó a Scioli a convocar a la conducción del Partido Justicialista, aunque la iniciativa fue del gobernador, y ella consintió que se publicaran avisos publicitarios de Insaurralde en diarios independientes. Ni siquiera le importaron las pruebas del absurdo: son los mismos diarios que sufren el cepo publicitario ordenado por su gobierno.
De todos modos, es un modo de gobernar muy parecido al de su esposo. Y es casi imposible que el cuerpo de un ser humano tolere que caigan sobre él todas las cuestiones, las grandes y las pequeñas, las importantes y las insignificantes, de un país. Así, o se paraliza el gobierno o le explota el cuerpo, solía decir un ministro de Néstor Kirchner cuando lo veía trajinar con los detalles de la administración.
Un rasgo también kirchnerista y constante es la disposición por la confrontación. La guerra y el rencor son malos consejeros para la salud y la vida. En aquellos diálogos recientes y reservados, la Presidenta se mostró como una política perseguida por opositores y periodistas. Su caso, dice, es único. Nadie fue tan perseguido, asegura. Cabe deducir que no leyó los diarios en los tiempos de Alfonsín, de Menem, de De la Rúa o de Duhalde.
Pero ella ve habitualmente una conspiración hasta debajo de la cama. Y nadie responde a la agresión, real o supuesta, sin agresión. Los últimos días fueron simbólicos de esa propensión a las guerras y los rencores. Ordenó descerrajar un conflicto enorme con Uruguay y con el presidente de ese país, José Mujica, el dirigente político uruguayo que más esfuerzos hizo para acercarse a Cristina.
Pero Mujica tiene la lengua fácil y la presidenta argentina no se olvida de nada. Ella acaba de elogiar, con el conflicto ya desatado, la "terquedad argentina", en una clara alusión a aquella frase de Mujica que la calificó de "vieja terca". Quizás porque la persigue el recuerdo de esa valoración que le asestó un golpe fulminante a su autoestima, hace poco Cristina lo trató a Mujica, delante de él, de "hipócrita".
El presidente uruguayo había elogiado a Buquebus como un medio de transporte que unía a argentinos y uruguayos. No seamos hipócritas, Pepe, este medio traslada a los ricos, contestó ella inmediatamente después. La ausencia más brillante en ese conflicto es la de la diplomacia. Los dos países están tropezando con sus propias culpas: los embajadores que intercambiaron tienen una categoría menor que la envergadura de la relación.
El embajador argentino en Montevideo, Dante Dovena, es un político que se formó como ayudante todoterreno de Néstor Kirchner. Su experiencia diplomática es nula y su actual cargo fue un premio por tantos servicios prestados a las insignificancias de la política local.
El embajador uruguayo en Buenos Aires, Guillermo Pomi, descubrió que lo único entretenido de la Argentina es el micromundo kirchnerista. Deambula entre Julio De Vido y Carlos Zannini con mucha más frecuencia que entre los problemas bilaterales. Pomi es también un amigo personal de Mujica. El canciller argentino Héctor Timerman es un diplomático predispuesto para cualquier guerra. En una increíble desviación de la diplomacia, la paz no le interesa. Tampoco sería justo descargar todos los errores sobre Timerman. La Presidenta es la guerrera.
Guerrera y obsesiva con las cuestiones políticas y con el gobierno. El cuerpo humano es frágil ante los maltratos y el gobierno termina siendo débil cuando no se acepta la fugacidad del poder.
La enfermedad vuelve a cambiar la política
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