Jorge Sosa - Especial para Los Andes
El país no es lo que “me pasa”, el país es lo que “nos pasa”, ninguna individualidad salva o hunde un país, lo salvamos o lo hundimos entre todos. Muchos días andamos como autómatas, del trabajo a algún trámite, del trámite a otro trámite, de otro trámite al banco, apenas tenemos tiempo de ver alrededor y alrededor está la vida, nada menos, esa señora que sigue haciendo a pesar de que no le demos bola.
Nos cruzan, nos pasan por el costado, nos rozan, personas, paisajes y circunstancias que podrían influir en nuestras vidas, a veces mucho, que podrían ayudarnos en nuestros entripados o que bien podrían convocarnos a transformar en abrazos esa palabra tan declamada y tan poco practicada: la solidaridad. Y las dejamos pasar sin prestarle ni un segundo de atención. No es que las desatendamos, nos desatendemos.
Un estallido de verde en una plaza, un niño que corre remontando el barrilete de la ternura, un viejito que busca en un banco todo el sol de hoy que se perdió ayer, el abrazo de una pareja que transcurre incrustada en el otro por puro empuje del amor. A veces, el dolor que grita y nosotros tenemos los auriculares puestos.
Cruzaba la Plaza Independencia apurado porque llegaba tarde a una reunión de trabajo. Tendrían quince años, no más. Ropas escasas para una noche que lastimaba de frío. Me reconocieron: “El de la tele”, se dijeron y me paré para agradecerles el reconocimiento y el agrado, a juzgar por sus sonrisas.
Les dí la mano y conversamos. - ¿De dónde son?, pregunté. - De aquí, contestaron. - Eso ya lo sé, pero, ¿dónde viven? - Aquí, en la plaza. Somos de aquí. Me empezó a incomodar el nudo de la corbata. - ¿Cómo de aquí? -Sí, vivimos acá, dormimos en los bancos. Somos varios. A veces hacemos alguna changa, a veces nos dan algo en los restaurantes, a veces pedimos una monedas. Vamos tirando. Todavía no hemos robado. El todavía se me clavó como un puñal en la conciencia.
El acento del ‘todavía’ fue como un puñal. -Pero, ¿no tienen familia? - Sí tenemos, pero somos muchos, no alcanza para todos. Y me quedé frente a ellos sin saber qué decir, sintiendo que me pesaba demasiado el sobretodo y mi corbata adquiría la categoría de insulto. Me quedé como un monumento a la desidia.
Atiné a preguntar: -¿Qué puedo hacer por ustedes?. Uno de ellos me miró con los ojitos brillantes y contestó: “Ya está, jefe. Ya nos dio la mano y conversó con nosotros. Ya está, Jefe”. Después soltaron dos carcajadas que no tenían nada que ver con el frío de la noche ni con el frío del país.
Me fui de ellos con una culpa en cada paso. ¡Al diablo con la reunión de trabajo, con la puntualidad, con la obligación, con el saco, la corbata y la miserable tarjeta de crédito que seguramente iba a usar! ¡Al cuerno con todo, hermano, porque todo importa un cuerno si dos pibes de quince años no tienen más tibieza que una plaza en otoño, ni más compañía que otros varios como ellos! ¡Al diablo la rutina y la bolsa, y el riesgo país, y la alegría! ¡Al diablo esta nota, y este diario y estas palabras!
Que venga un silencio enorme para que podamos comprender el enorme silencio de los niños que no solo no encuentran respuestas si no que ya no tienen preguntas. “Ya hizo algo, Jefe. Nos dio la mano”. Me pareció que estaba viviendo en un país de mancos.
Fue en la Plaza Independencia. ¡Vaya paradoja! Sentí que la Independencia era una gran verdad de la historia pero una gran mentira del presente. Al final de la plaza estaba el escudo iluminado. Le miré las manos unidas. No quise mirarle el sol ni los laureles. Me pareció que ambas cosas sobraban.