Hay “malas palabras” que son groseras, pero usadas adecuadamente agregan matices al lenguaje; hay otras, inocentes pero solapadas, que esconden su sentido para causar un daño. Creo que es el caso de “enciclopedismo”.
¿Cómo definirla? “Definible es solo lo que no tiene historia”, escribió alguna vez Nietzsche. A lo largo del tiempo, cada palabra va agregando nuevos sentidos, sin perder los originarios, que siguen resonando. Un buen polemista juega con estas ambigüedades.
En el combate ideológico es común simplificar hasta la caricatura la definición del adversario: a fuerza de arrojarlas a la cara, “fascista” o “zurdo” expresan hoy poco más que sentimientos.
En otras ocasiones, hay una apropiación de la palabra clave del adversario. A fines del siglo XIX la Iglesia Católica formuló su propia definición de democracia, que no tiene que ver con la soberanía del pueblo; fundada por Jesús, consistiría en la acción social concertada y orientada al bienestar de los más pobres.
Otras veces, una palabra prestigiosa en un campo se traspone a otro diferente. El ADN de la biología, reforzado por las neurociencias, suele usarse hoy con un sentido tan simplificador como el que, un siglo atrás, se le daba a “raza”. En lugar de “ser nacional” se habla hoy del ADN de los argentinos, y hasta del cerebro argentino.
Los cambios de sentido que me interesan ahora son leves y encadenados. Gradualmente, una palabra se va disfrazando; su sentido originario es enmascarado, para introducírselo de rondón al receptor.
En el mundo de la computación, se llama “troyano” al software aparentemente inocuo pero malintencionado y dañino. Como el caballo de Troya homérico, estos troyanos de la lengua circulan con disimulo, se instalan en nuestro sentido común y producen un efecto pernicioso.
Es el caso de “enciclopedismo”, una palabra de origen noble, manipulada y pervertida por una ideología, a mi juicio, nefasta y luego convertida en una trampa para cazar ingenuos. Una mala palabra.
Comencemos por el presente. Hoy cualquier pedagogo, a la hora de criticar los contenidos o la didáctica escolar corriente, los califica globalmente como “enciclopédicos”. Todos entendemos: se trata del estudio memorístico de datos e informaciones inútiles pues no se enseña para qué sirven ni se usan.
¿Quién defendería esta pésima práctica? Es propia de docentes que, ignorantes ellos mismos del sentido de lo que enseñan, lo reducen a datos vacíos, de esos que, antes de Wikipedia, se encontraban en los diccionarios enciclopédicos. Enciclopedismo equivaldría a aprender de memoria una parte de una enciclopedia.
Pero en la historia de la palabra, a mediados del siglo XVIII está “l’Encyclopédie”. Dirigida por Denis Diderot y Jean D’Alembert, y redactada por 140 expertos, reunió en 73.000 artículos, ordenados alfabéticamente y clasificados por disciplinas, lo que en ese momento era el saber novedoso y avanzado.
La Enciclopedia no era solo una compilación erudita. La informaba un ideal educativo: liberar a la razón de los velos de la tradición, la ignorancia y las supersticiones, y permitirle florecer e iluminar a los hombres. En ese sentido se la evoca en el Himno a Sarmiento: “Con la luz de tu ingenio iluminaste la razón en la noche de ignorancia”.
En su novela “Hombres buenos”, Arturo Pérez Reverte narra las peripecias de dos académicos, comisionados por la Real Academia de la Lengua de España para viajar a París y adquirir un ejemplar del texto, tan preciado por los sabios como temido por el Trono y el Altar. Un grupo siniestro, temeroso del efecto subversivo y revolucionario de la obra, decidió impedir que concretara su cometido. Para Pérez Reverte -un ilustrado él mismo-, sus acechanzas son la materialización de la “noche de ignorancia”.
No se equivocaban: la Enciclopedia revolucionó las ideas allí donde más importa: en la concepción del mundo y del hombre. ¿Qué tiene que ver esto con la acumulación memorista de información inútil? ¿Cómo se pasó de ese sentido al concepto actual de saber estéril?
Una historia semántica permite distinguir dos momentos: la demonización y la trivialización. Varias reacciones confluyeron contra la Enciclopedia. La Iglesia Católica, con buenas razones, vio en ella el germen de un mundo secularizado y laico, en el que su influencia se recortaría.
El romanticismo alemán fundó una corriente crítica de la Ilustración, que contrapuso a la razón el sentimiento y la pasión. El nacionalismo, de raíces románticas, confrontó la cultura de cada nación, propia e intransferible, con un saber y una razón universales, descalificados con otro término de fortuna: cosmopolitismo. Más recientemente, Adorno y Horkheimer subrayaron la naturaleza autodestructiva de la razón, instrumental y totalitaria.
En la Argentina, el “enciclopedismo cosmopolita”, parte del detestado “liberalismo”, encontró su chivo expiatorio en Sarmiento. Comenzaron a descalificarlo los católicos, siguieron los nacionalistas -ingeniosos y malignos- y finalmente el peronismo. La escuela de Sarmiento, y muy especialmente el “normalismo”, identificados con el enciclopedismo, fueron cuestionados por las peores razones, esas que expuso Adriana Puiggrós, pedagoga y política, que sabe identificar muy bien su blanco.
Por estas vías el enciclopedismo se convirtió en una mala palabra, que sumó su granito de arena a la formación de un complejo semántico dominante en la cultura política argentina. Pero en lugar del combate sincero que dan quienes enfrentan a fascistas o a zurdos, en este caso el camino fue avieso.
Consistió en trivializar la palabra, ocultar la sustancia y referir su sentido al estudio del dato y a la memorización. Así se pudo cosechar una adhesión fácil y, por esa vía, condenar el legado de la Ilustración y la tradición sarmientina: la emancipación del individuo y la construcción de una sociedad democrática. Algo así como tirar por el desagüe el agua sucia y también al bebé.
Retacearle al alumno la información argumentando que está en internet es condenarlo a reproducir su medio cultural y a perpetuar la desigualdad.
¿Son conscientes de esto quienes proponen hoy acabar con el enciclopedismo? Algunos sí, y otros muchos no. Pero unos y otros activan el malicioso y dañino “troyano”, hoy cómodamente instalado en nuestro sentido común. Ojalá se advierta este riesgo cuando se discutan las necesarias reformas educativas.