Ayer en la carnicería del Yoyo, justamente hablando con uno de los tantos hinchas que no volvieron más después del fatídico partido con Rafaela, le dije antes de irse: “Enamorate de nuevo, flaco. Volvé”.
La frase me quedó picando toda la noche, como esa canción de la cancha que tarareás casi inconsciente; y así, en plena madrugada, atragantado por esta ilusión, en el silencio de mi casa, me puse a escribir.
Eso nos está pasando; nos estamos reencontrando, recuperando la mística, el amor por el estadio; disfrutando los infinitos escalones, el pasto más verde que nunca, las banderas, las canciones, los sueños... Estamos juntando la familia pensé; como cuando llega un hijo o un hermano que se había ido lejos y vuelve sin rencores.
Se olvidó de las peleas, las amarguras y los enojos. Sólo quiere volver al barrio donde fue feliz, a la esquina donde se juntaba con los pibes a preparar la misa futbolera y albirroja. Sólo quiere reencontrarse con la vieja pedirle perdón. Abrazarla y decirle cuánto la extrañó. Llorar tal vez por sentir que ese amor siempre fue el mismo y él, que nunca falló, estuvo ausente.
Eso nos está pasando, nos estamos enamorando nuevamente. Porque el amor y el fútbol son así; esencia, principio, comunión, poesía, lágrimas y esperanza, tal vez.
Eso somos hoy, la entrañable y placentera posibilidad de tocar el cielo con las manos o quedar en el camino como tantas veces, pero convencidos de que no hay boleto de regreso para este sentimiento más rojo y blanco que nunca.
Ayer antes de irse le dije al Flaco. “Volvé; volvé que a la popular le sobra un pedazo sino estás. Volvé; si vos y yo sabemos de sobra que en la tele no tenés a quién carajos alentar (y mucho menos a quien rezarle cuando vas ganando uno a cero y falta un minuto para salvarte del infierno).
¡Volvé Flaco! Enamorate de nuevo de esta locura que crece y crece como un niño, como el grito contenido cuando viaja la redonda hasta colarse en el ángulo de la vida”.
El Flaco me miró; su sonrisa lo decía todo: “¿Qué me pasó todo este tiempo tan azul, tan desabrido, sin domingos de sol y mandarinas?. Estuve dormido, eso fue, un letargo de nostalgia me tenía atrapado como un león que mira pasar la vida detrás de la reja de un descenso infinito”.
Cuando se iba, y la silueta del Flaco delineaba una bandera y una canción, entendí tantas cosas que no pude hablar más. El muchacho detrás del mostrador, sin haber prestado atención a la escena me preguntó.
“Y, ¿qué vas a llevar?”. Con el corazón cantando en la tribuna, el Flaco alentando de nuevo con los pibes de la esquina, con los ojos húmedos de emoción, con el triunfo en la ida, le dije: “Dame un boleto a la final, hermano. Para otra cosa no me alcanza esta ilusión”.