Por Por Leonardo Rearte - Editor del suplemento Cultura y de sección Estilo
Qué fácil sería para este columnista errante hacer un par de búsquedas en YouTube y sentenciar que en Finlandia no hay videos de maestras sacadas, hablando metafóricamente del rascamiento de genitales y dando la sensación de que están al borde del asesinato, del suicidio o, al menos, de la hemorragia de las cuerdas vocales. Total, es un tema que he escrito en más de una columna.
Es cuestión de afilar el lápiz, y como quien no quiere la cosa, espetar que allá, en Finlandia, en un país nórdico de 5,4 millones de habitantes, gozan de una educación extremadamente abierta, con doble escolaridad y de trato informal. Los chicos pasan muchos años con el mismo docente (un profesor o profesora que no tiene que surfear por los accesos congestionados, detrás de mil horas de clases descentralizadas, para intentar redondear un bono más o menos digno), los alumnos lo tratan con el nombre de pila, casi como a un familiar más, y mantienen una relación cercana pero profesional (20 estudiantes por aula).
Allá no hay uniformes y los exámenes no son habituales. El maestro, con sus preguntas diarias, percibe quién está adoptando nuevos conocimientos y quién no.
En la nación de Nokia y del “Angry Birds”, los padres se involucran radicalmente en los aprendizajes del chico. A cientos de miles de kilómetros de ese país europeo que no siempre está primero en la prueba Pisa (pero que logra grandes resultados sin recurrir a sistemas terriblemente autoritarios como el de algunos países asiáticos), nos parece sorprendente que una salida recurrente de padres e hijos el fin de semana sea… ¡a la biblioteca! O que su educación se base mayormente en tiza y pizarrón, dejando las computadoras sólo para las materias que estrictamente lo piden.
Y eso que Finlandia es un polo tecnológico y que la electrónica es la manufactura más importante de ese país. Esto sí es un problema para nosotros, ya que nos deja sin una pseudo-excusa que nos encanta: la falta de recursos en el aula. Con sólo libros como herramienta, han logrado ser el país que más investigadores per cápita forma en todo el planeta.
Todos van a clase y es gratis. Sólo el 3% no termina sus estudios. Y tienen claro que la verdad de la milanesa es una sola: sentar el poto en la silla y estudiar. Y acá está el verdadero nudo de este drama que es la educación argentina. Repasando el video de la docente mendocina que se siente tomada como “la chota que regala las fotocopias” y que le prestan menos atención que a vendedor de autobús, pensaba lo increíblemente difícil que es ganarse la mirada y los oídos de los chicos. En periodismo se habla mucho de la “guerra por la atención”.
El gran objetivo de hoy es lograr que te escuchen. El público está más estimulado que nunca, con pantallas en cada una de sus habitaciones y de sus bolsillos. Con propuestas siempre más divertidas o llevaderas que la que uno, como creador de contenidos, les puede llegar a dar. En este contexto, imagínense los problemas que puede llegar a tener el docente para que le den algún tipo de bola, con el agravante de la cultura del “zafar a como de lugar”, de la poca importancia que en general se le da a las potencialidades reales de una buena educación, y el complicado concepto de futuro que hemos tejido los argentinos durante tantos años.
En definitiva, lo que hizo la docente mendocina está mal y nada lo justifica. Pero podríamos dejar de ser hipócritas y creer que se trata de un caso aislado. Es el emergente del estado de salud de nuestra educación. Esa señora, desgañitada y todo, es un termómetro de nuestra fiebre.
Por eso les decía más temprano que es muy fácil y poco útil comparar nuestra educación con la finlandesa. Que lo verdaderamente difícil sería, para este opinador cómodo, dejar de hacer comparaciones, desempolvar su “Título 1” de profesor de Comunicación Social e ir a hacer patria, sacerdocio, o como quieran llamarlo, y dar algún tipo de clase. Pero es difícil animarse.
¿Por qué? Resulta que en nuestro país, ser docente -más allá de la vocación- es una profesión que guarda más sinsabores que beneficios. En Finlandia, un maestro tiene un sueldo que supera al de un odontólogo o un ingeniero, con pruebas de ingreso exigentes y un status social en lo más alto de la pirámide. (¿Hace falta decirlo?: no se registra ni un solo caso de un padre que haya querido ir a pegarle al maestro, por ejemplo).
Aquí, en nuestro querido país, las pagas son de chiste, los señores papás se sienten con más autoridad que quien está frente al aula, y vuela la sensación y el descrédito social de que fuiste profesor porque no te quedó otra. Mientras en algunos lugares como el citado es un honor ser profesor, aquí cada vez se parece a un horror. A eso voy: tan o más cobarde que el hecho de no animarse a dar clases en este contexto, es pensar que toda la culpa de este penoso panorama la tienen quienes sí aceptaron el desafío.