Por Leonardo Rearte - Editor del suplemento Cultura y de la sección Estilo
Calle Colón y Mitre, 9 AM. La lluvia es una densa cortina de cristal. Corro y me subo al taxi como puedo. El tránsito está enfermo en una provincia que se banca con hidalguía los temblores pero que, cuando caen dos gotas, se altera a nivel apocalíptico.
El chofer apura una raspadita y un café; detrás del humo apenas veo su rostro. Simpático, narra en el trayecto hacia casa que había sido mozo de un café del centro, que ahora es más feliz como taxista, pero que también la ha pasado mal en el último tiempo. Tras una larga charla (vivo lejos del centro) su tono de voz cambia, y entonces, caigo en la cuenta que el del volante es Luis Pereyra, el padre de Morena, la nena que fue secuestrada en el Barrio Gráfico durante la última Vendimia. Un caso que todavía no tiene explicación. Ni para ustedes, ni para mí, ni para su padre.
¿Recuerdan? Fue aquella historia con final feliz, si no fuera una canallada cualificar de esa manera ciertos finales. Empezó con una niña que, un sábado a las 19, en su casa de barrio, le insiste cuatro veces a su padre que quiere ir a comprar al almacén. Él se niega hasta que, con tal de dejar de escuchar el reclamo, accede. (Jurame que a vos, como padre, nunca te pasó). Pero la nena de 7 años no volvería: ni a los 5 minutos, ni a los 10, ni a las 4 horas. “Al poquito tiempo, cuando vi que no aparecía, salí a buscarla al almacén, que queda a pocos metros de mi casa. Pienso, me tomo un helado con ella a la vuelta.
Cuando el almacenero me dijo que pasó hace 10 minutos y que se fue de inmediato, sentí que me desmayaba. Que se me caía el mundo”, comenta mirando siempre para adelante. ¿Existen las desgracias con suerte? No hay otra manera de explicar esto: el primer móvil policial que Luis para, en busca de rápido auxilio, resulta ser conducido por la madre de un compañerito de la escuela de su hija. De inmediato, la agente confió, se indignó, y se puso a disposición. La ex del taxista y mamá de Morena, no perdió el tiempo y usó las redes sociales para lo que mejor sirven, viralizar. Además, su barrio, fue clave. Alguien les trajo remeras, alguien les imprimió carteles. Ese fin de semana no se habló de otra cosa más que de la Vendimia y de “la nena secuestrada”. La carita de Morena estaba en al vía publica, en la tele y, fundamentalmente, en el WhatsApp.
La soltaron. La dejaron en Godoy Cruz, a una cuadra y media del Ministerio de Justicia. Tenía una venda puesta, que se sacó en la calle, y nunca apareció. “Hoy Morena está bien, le dieron el alta psicológica pero continúa yendo a la psicóloga”. Otra vez tenemos que ser canallas y decir que “por suerte” sólo le pegaron. “Como para que se callara y calmara. Pero no le hicieron nada más”, dice con una pena extraña.
“Me di cuenta de todo lo que puede hacer la gente cuando se une”, agrega. “Pero de vos se dijo de todo -le suelto, sin tacto- que estabas en la mafia de los taxis, que eras delivery de drogas, que esto fue una vendetta… También se habló de dónde salió la plata para los volantes, las remeras”.
“A mí me podrían haber arruinado la vida, ¿sabés? Yo una vez escuché en un bar, ‘a ese padre habría que colgarlo en la plaza’ por todo lo que se dijo. Yo no tengo un mango. Si estuviera en la mafia o en el delivery, no laburaría como laburo, todo el día en el taxi, sin descanso. Pero como te decía, a mí podrían haberme arruinado la vida, pero no. Porque tengo mi hija al lado. Y hoy sé que la gente cuando quiere ayudar, puede hacer cosas maravillosas. Todo eso, las remeras, los carteles, fue espontáneo, de la gente”. Vuelve a lagrimear, Luis, como tantas otras veces, como cada vez que habla de su única hija, que ahora tiene 8 años.
Él sigue sospechando que el (o la) hijo/a de puta que hizo eso fue un brazo operativo de la trata de blancas, presente en la Vendimia que, ante el “fierro caliente” de una nena que era tan buscada, la soltó. Por suerte, la soltó. “Nadie sabe lo que sufrí, porque pensaron que podían arruinarme la vida, sin saber que ya nada me la puede arruinar. La tengo a mi lado”. Se despide, con los ojos rojos, repitiendo que reza todos los días para que el caso se esclarezca.
Los periodistas deberían ser siempre escépticos. Sé que creí todo lo que me contó cuando me bajo del auto, y una lágrima se pierde en la densa cortina de cristal. En mi casa, me espera mi hija de ocho años.