Así como las ráfagas del Zonda, en un abrir y cerrar de ojos, las emociones se fueron sucediendo. Una tras otra; y otra más. El final del derby cuyano resultó un verdadero agasajo para los sentidos. Alguien que de esto sabe mucho, suele afirmar que los clásicos son como las huellas digitales: no hay dos iguales. ¡Cuánta razón tiene el maestro Walter Saavedra! Porque con total certeza, el derby que protagonizaron ayer tombinos y verdinegros será único e irrepetible.
Sinceramente, será imposible encontrar la remake de un duelo que se le asemeje tanto en su desarrollo, que refleje con total nitidez la adrenalina que corre por el cuerpo cuando el peligro en el arco propio es tan latente.
Será inasequible -o quizá propio de un cuento del Negro Fontanarrosa o del Gordo Soriano- encontrar otro combate en el que un equipo (Godoy Cruz) que generó siete situaciones claras de gol en el primer tiempo, se vaya al descanso con un cero a cero tan abúlico como inútil.
Será improbable presenciar otro enfrentamiento en el que el centrodelantero de uno de los bandos (Javier Toledo) reviente el travesaño en dos oportunidades y pierda un mano a mano con el arquero rival en la última bola de la tarde, luego de que el adversario derroche de manera inconcebible tres situaciones prácticamente debajo del arco de enfrente.
Mucho menos verosímil será hallar otro juego en el que el goleador del conjunto vencedor termine despejando centros en su propia área con tal de desatar la fiesta popular y el abrazo del alma entre desconocidos.
Porque todo eso y mucho más fue el inolvidable clásico cuyano que protagonizaron ayer Godoy Cruz y San Martín de San Juan. Fueron noventa minutos que llevarán la marca indeleble que suele evocar la memoria del futbolero de ley y el vago recuerdo de los olvidadizos.
Quedará para la historia el desmesurado remate que partió del botín derecho de Santiago García justo cuando el Tomba atinaba a reponerse de un lapso de confusión y desorden. Marcado a fuego, tatuada en la retina de los fanáticos perdurará la milagrosa atajada de Rodrigo Rey en la última pelota del partido, cuando ya todos celebraban y gastaban a cuenta.
Porque un clásico no es un solo partido. Es el orgullo, el barrio, el sentido de pertenencia y la camiseta tatuada en carne viva. En este caso, el del Tomba, con la felicidad potenciada se saberse no sólo el capo de Cuyo, sino también el candidato al título de los menos poderosos.
Cuando el vino desenrosque la lengua, la leyenda del clásico cuyano del sábado 23 de abril de 2016 se irá agigantando. Será así con el correr de los años, los lustros, las décadas... por los siglos de los siglos. Amén.