He visto 20 veces el breve vídeo de la llegada de Greta Thunberg a la estación madrileña de Chamartín. Me fascinan esos policías fuertes y grandotes que rodean a una pizca de niña, un elfo con capucha de algodón que camina a buen paso, cabecigacha y callada, con la misma determinación con la que los perros callejeros parecen saber adónde van. Se diría que los policías que la ven salir del tren, tan diminuta, la miran con expresión desconcertada, asombrada, quizá hasta enternecida.
La rodean y ejecutan su labor de protección con eficiencia, aunque intuyo que se encuentran algo descolocados, como si no se acabaran de creer que esa niña que apenas les llega a la cintura y no abre la boca pueda estar protagonizando una salida de superestrella en medio de un enjambre de periodistas. La tratan como si fuera de cristal, o quizá como a una mariposa que pudiera deshacerse con un simple roce. Un bicho frágil e insólito, en cualquier caso; un unicornio encapuchado.
No me extraña su pasmo: la imagen es impactante. Resulta que en el centro del huracán del mundo está una cría. Como ella misma repite, Greta no es más que un símbolo, la enseña de un movimiento mundial, o más bien de una necesidad, una urgencia. Hace 13 años entrevisté a James Lovelock, uno de los científicos más originales y polémicos del siglo XX, creador de la teoría de Gaia, según la cual la Tierra es un todo que se autorregula. Me dijo que la catástrofe ambiental era imparable e inminente: “Antes de que acabe este siglo [el XXI], Londres estará inundado. Y todas las zonas costeras. Imagínese Bangladés, por ejemplo; el país entero desaparecerá bajo las aguas. Y sus 140 millones de habitantes intentarán desplazarse a otros países. Donde no serán bien recibidos. En todo el mundo habrá muchas guerras y mucha sangre”. Hoy sus palabras nos despiertan ecos: según los expertos, la crisis siria, que ha demostrado el fracaso de Europa ante los refugiados, ha estado influida por el cambio climático, porque una feroz sequía de siete años hizo emigrar a millón y medio de campesinos a Alepo y Damasco, creando una inestabilidad social que avivó la inestabilidad política. De manera que Siria sería el comienzo de la lóbrega predicción del padre de Gaia: “Nos veremos reducidos a sólo 500 millones de humanos viviendo en el Ártico. Y tendremos que empezar de nuevo”.
Pero la verdad es que no creo que el futuro esté tan perdido como dice Lovelock. Al menos eso opinan numerosos expertos: “No es cierto que estemos en un punto de no retorno respecto al cambio climático. Los científicos no sabemos al detalle lo que sucederá cuando el mundo sea más caluroso”, dijo hace unos días Bjorn Stevens, director del prestigioso Instituto Max Planck de Meteorología. Si cito a Lovelock es porque creo que sus palabras podrían cumplirse si no actuamos de manera urgente; y porque me asombra recordar que hace 13 años, cuando publiqué esa entrevista, casi nadie estaba verdaderamente concienciado del peligro.
Hoy, en cambio, es un clamor. Y lo es, entre otras cosas, gracias a personas como Greta Thunberg. Gracias a las novísimas generaciones, que saben que heredan un mundo en peligro de ser inhabitable. ¿Cómo no van a protestar, cómo no van a responsabilizarnos por nuestra pasividad? Resulta revelador que Greta reciba tantos ataques furibundos.
Que se exija de ella una pureza inhumana que desde luego jamás le exigen a ningún personaje público. ¿Que su padre es supuestamente un experto en marketing? Pues qué bien, ¿no? ¿Acaso decimos algo de los asesores de imagen de los cantantes o de los políticos? Y no me vengan con falsas preocupaciones por el interés de la niña: seguramente Greta, con su asperger y su intensidad, es mucho más feliz prestando su obsesiva inteligencia a esta causa que siendo la rara del colegio. La manipuladora insensatez de las críticas contra Greta sólo revela nuestro miedo, el subterráneo deseo de matar al mensajero. Pero son millones de niños los que claman y es imposible acallarlos a todos. Bienvenidos sean esos críos encapuchados que dejan a los policías turulatos y que nos marcan el camino del lado correcto de la historia.