El fenómeno de la corrupción, que ha lastimado tan gravemente el tejido institucional de nuestro país durante los últimos años, ha podido mantenerse bajo la égida de la impunidad porque las prácticas políticas que se han ido transformando en habituales adoptan modos oscuros, cerrados, crípticos, corporativos... En suma, alejados de todo tipo de transparencia que permita a los representados ejercer el control sobre los representantes.
En estos usos y costumbres nefastos no se salva ningún sector políticos, y en general nadie que forme parte de la clase dirigente, tanto en la esfera pública como en la privada. Es que las redes e implicancias los cubren a todos haciendo de la complicidad un hecho inevitable de este modo de actuar.
Con respecto al gobierno anterior, el kirchnerismo, basta analizar detenidamente las escuchas telefónicas que se han hecho públicas debido a que fueron pedidas por determinados requerimientos judiciales, para verificar con toda crudeza cuál es el verdadero lenguaje con que el poder habla cuando cree que no lo escuchan. Así, con total indiferencia hacia el verdadero significado de las palabras y sus consecuencias, altos mandatarios, entre los que se cuenta la expresidenta de la Nación, se dirigen a sus subordinados sugiriendo que a los que molestan hay que “matarlos” o “armarles” operaciones de toda índole para perjudicarlos.
Más allá de que estas apreciaciones quizá no excedan de un sentido metafórico, la dureza con que están dichas y el poder desde donde se expresan, hace que a veces la diferenciación entre la metáfora y la orden directa sean difíciles de diferenciar. Máxime viendo cómo en los últimos años las operaciones de inteligencia fueron materia corriente para perjudicar a opositores políticos o periodistas independientes, entre una larga serie de víctimas.
Por otro lado, el debate político que ha generado el asunto de la empresa Correo Argentino SA, y la implicancia en él de la familia presidencial, también debe llevarnos a reflexionar sobre la falta de transparencia desde otra perspectiva.
Es que llevamos décadas en que las relaciones entre el poder político y el económico son turbias, confusas y los intereses de uno y otro se sobreponen por sobre el interés público.
Así, tanto las privatizaciones que tuvieron su auge a fines del siglo pasado como las estatizaciones que proliferaron en los primeros años de este siglo, en casi todos los casos perjudicaron a los bienes públicos en vez de beneficiarlos.
Aparte de las corrupciones que ambas llevaron consigo y que han sido motivo de análisis de muchas otras notas editoriales, el mismo sistema de traslado de propiedad fue horriblemente obsceno. Los amigos del poder licitaban, para ganarle a los competidores, por sumas elevadas sabedores de que luego las cuotas no serían pagadas por enjuagues con el poder. Y si ello no era posible, el bien privatizado era devuelto al Estado, asumiendo éste el quebranto y además un probable juicio por la expropiación. Con lo cual el Estado perdía siempre, cuando privatizaba y cuando estatizaba.
El caso del Correo encierra casi todos esos vicios que estamos mencionando y proviene de la época menemista. Pero el caso de Repsol YPF, proveniente de la era kirchnerista, no le va en saga. Acá se hizo una expropiación defectuosa y apresurada que luego obligó a pagarle a la empresa española retirada una suma de tal envergadura que ni ella misma se lo esperaba.
En fin, que es tarea esencial de las autoridades reconstruir la transparencia política, sin la cual la corrupción seguirá siendo el cáncer terminal de nuestras incipientes democracias.