Cuando era estudiante universitario leí un libro del crítico norteamericano Irving Leonard sobre las novelas de caballerías y los conquistadores españoles que, creo, es muy útil para entender la idea que muchos europeos de nuestros días se hacen de América Latina. Según Leonard, los conquistadores llegaron a América con la cabeza impregnada con las fantasías de amadises y palmarines y la muy rica tradición mítica caballeresca y creyeron ver en el nuevo continente la encarnación de aquel mundo delirante de prodigios y riquezas sin fin. Eso explicaría cómo a lo largo y ancho de América lugares, ciudades y regiones repiten hasta el cansancio los nombres tomados de la tradición caballeresca y, también, las expediciones incesantes (y a menudo trágicas, como la de Lope de Aguirre por la selva amazónica) en que se aventuraban los españoles en busca de El Dorado, las Siete Ciudades de Cíbola y El Paraíso Terrenal.
Negarse a ver la realidad tal cual es y superponerle una imagen literaria puede dar magníficos resultados, desde luego, y nada menos que El Quijote es el ejemplo supremo. En el campo político, sin embargo, suele ser peligroso y provocar catástrofes. Dígalo, si no, el librito que manufacturó en los años sesenta del siglo pasado Régis Debray, Revolución en la revolución, con enseñanzas extraídas de la Revolución Cubana y que era el perfecto manual para irse a las montañas con un fusil, instalar el foco guerrillero y de este modo extender el socialismo revolucionario por toda América Latina. Millares de jóvenes se hicieron matar por este dislate ideológico que, en vez de traer El Dorado comunista a América Latina, deparó una epidemia de dictaduras militares que causaron los estragos consabidos y que, hasta hace relativamente pocos años, fueron el gran obstáculo para la democratización y modernización del continente.
Creo que la sorprendente declaración del expresidente del Gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero, en Brasil, según la cual las restricciones económicas impuestas por Estados Unidos a Venezuela explicarían las migraciones de millones de venezolanos a Colombia, Ecuador, Brasil, Perú y otros países, sólo se entiende por una desnaturalización de la realidad latinoamericana semejante a la que llevó hace siglos a tantos españoles a lanzarse a la caza del "reino de la leche, el oro y la miel", en arriesgadas aventuras en las que, dicho sea de paso, solían perder la razón y, a menudo, también la vida.
Aquella declaración ha provocado furor entre los millones de venezolanos que han sufrido en carne propia la autodestrucción de su país por las insensatas políticas de Chávez y Maduro y la vertiginosa corrupción que las acompaña, y Julio Borges, uno de los líderes de la oposición (ahora en el exilio), lo ha llamado "enemigo de Venezuela".
Más dura ha sido todavía la reacción de Luis Almagro, el secretario general de la OEA (Organización de Estados Americanos), que ha calificado a Zapatero de "ministro oficioso de Relaciones Exteriores del Gobierno de Maduro", y, excediéndose en las formas, le aconsejó "que no sea tan imbécil".
El señor Almagro se equivoca; no hay rastro de imbecilidad en las cosas que dice Rodríguez Zapatero sobre Venezuela; sí, en cambio, de enajenación ideológica, una distorsión radical de unos hechos por otros, que convierten a los demagogos semianalfabetos que provocaron el empobrecimiento y la ruina más catastrófica de un país en toda la historia de América Latina, en meras víctimas del "imperialismo norteamericano". Éste sería el causante de que el país potencialmente más rico de América Latina, y acaso del mundo, sea en nuestros días una sociedad miserable y paupérrima, sin comida, sin medicinas, sin divisas, salvo para la muy pequeña minoría de ladrones desaforados que, mientras la inmensa mayoría se empobrecía, se llenaba de riquezas y las sacaban al extranjero. (Aconsejo a mis lectores a este respecto la muy seria investigación publicada en El País, de España, el 10 de setiembre de 2018, con el título de El opulento desembarco en España de los millonarios venezolanos).
El señor Rodríguez Zapatero desempeñó ya un triste papel, como persona supuestamente neutral, en el diálogo entre el gobierno de Maduro y la oposición, que tuvo lugar en la República Dominicana, y en el que trató de que las fuerzas políticas opositoras participaran en unas elecciones para legitimarlas, pese a que, como era obvio para todo el mundo, estaban amañadas de antemano por un gobierno que tiene ahora, por lo menos, a tres cuartas partes del país en contra suya. ¿Por qué han huido de Venezuela si no esos dos millones y medio de venezolanos, según cifras de la ONU? La insensibilidad y la ceguera que produce el fanatismo político impiden al exgobernante español conmoverse con esas miles de madres que, caminando cientos de kilómetros, van a parir a Colombia, Brasil y el Perú, porque en los hospitales venezolanos ya no hay ni siquiera agua -no se diga medicinas- para atenderlas. ¿Por qué tiene Venezuela la más alta inflación del mundo? ¿Por qué es el país que también ha batido todos los récords de criminalidad?
El mismo día que el expresidente Zapatero presentaba a Venezuela como una pobre víctima del imperialismo norteamericano, otro organismo de las Naciones Unidos acusaba al Gobierno venezolano de practicar la tortura sistemática a los prisioneros políticos y llevar a cabo cientos de ejecuciones extrajudiciales. ¿Es igualmente todo eso obra de la villanía de los Estados Unidos?
En España José Luis Rodríguez Zapatero era socialista y aunque su gobierno no fue nada exitoso -su empeño en negar la crisis durante un año impidió que se tomaran los correctivos necesarios y sólo se adoptaran de manera tardía y con un costo social mayor- pero respetó las libertades públicas y las instituciones democráticas. ¿Cómo es que, en América Latina, defiende a un régimen comunista que es ya una segunda Cuba? Porque, al igual que sus muy remotos ancestros, anda buscando allá, en tierras americanas, el Dorado o las Siete Ciudades de Cíbola, desvaríos que la Europa de nuestros días, de países democráticos empeñados en la ambiciosa política de la integración, ya no permite.
Ellos son igualmente anacrónicos en la América Latina contemporánea. En ella han desaparecido los regímenes militares que hicieron tanto daño y causaron tantas injusticias y sufrimientos. Y han desaparecido también las románticas guerrillas que, en vez de traer la justicia, sirvieron para justificar a los regímenes castrenses e impidieron a las frágiles democracias asentarse y progresar. Hoy en día hay democracias (imperfectas, por supuesto) en casi todo el continente y las anomalías son, precisamente, Cuba, Venezuela y Nicaragua, con sus gobiernos totalitarios, que han pulverizado todas las libertades y contra los que la resistencia significa arriesgarse a la tortura y la muerte. Las fantasías ideológicas son en nuestros días tan írritas y mentirosas en América Latina como en la Europa donde nacieron y desaparecieron hace ya mucho tiempo.
Madrid, setiembre de 2018
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