En Mendoza cada vez ganan más espacio los emprendimientos basados en la economía social, que es aquella parte de la economía que se desarrolla entre el sector público y el privado, por lo que también es conocida como “tercer sector”.
Se puede dar en forma de cooperativas, empresas de trabajo asociado, organizaciones no lucrativas, sociedades laborales, asociaciones caritativas, entre otras. En todos los casos, buscan empoderar el trabajo de sus integrantes y la ganancia no está dada sólo por el rédito económico. Además, suele estar asociada al comercio justo, la sustentabilidad y las finanzas éticas, entre otros aspectos.
Sin embargo, existen agrupaciones que llevan muchos años desarrollando este tipo de tareas. En Maipú funciona desde 2009 La Rañatela, que fue creada por Lorena Coria (42) luego de conocer un proyecto similar en Italia. Ella la define como “una empresa social que tiene como principal objetivo incluir en el mundo laboral a personas con discapacidad”.
En su taller, ubicado en J. V. Martínez al 200, trabajan 65 personas con discapacidad, que son asistidas por otros 8 operadores. Además, hay 150 costureras que desempeñan sus tareas desde su hogar, que no son necesariamente personas con discapacidad, pero sí con cierta vulnerabilidad o problemática social.
En La Rañatela elaboran elementos destinados a la imagen corporativa (papelería, membretes, folletos, cartelería, etc.) y la imagen de producto (etiquetas, bolsas reutilizables, etc.).
“Tenemos dos personerías jurídicas: somos una cooperativa y una asociación que rige para los talleres protegidos, lo que permite que quienes trabajan acá no pierdan sus pensiones o asignaciones por discapacidad”, destaca Lorena.
Mientras espera que le entreguen bolsas impresas para ir a colgarlas, Paola Guardia (27) comparte cómo fue que llegó a ser parte de este equipo de trabajo: “Empecé hace un año, me aburría mucho en mi casa y mi mamá supo de La Rañatela. Me hicieron una entrevista un jueves, donde traje mi certificado de discapacidad, y el viernes me llamaron para que viniera”, recuerda con una gran sonrisa.
Tanto ella como todos sus compañeros destacan que allí se sienten contenidos y que han hecho nuevos amigos. Inclusive, durante la visita de Los Andes fueron vacunados contra la gripe y se daban aliento entre ellos, en espacial a los que mostraban cierto miedo a las agujas.
En cuanto al trabajo en equipo, Paola aclara que para ella lo más importante es “ayudar a los que no pueden hacer algo”, por alguna limitación física o motriz, y que su función consiste en “ayudar a sacar las bolsas, doblarlas y tenderlas”, pero que también colabora “limpiando la cocina o el baño”.
Susana Bazán llegó (53) junto a su hermano Pedrito (40), quien recibió la vacuna. La mujer precisa que para ella “es una ayuda muy grande” que él trabaje allí, porque “se siente realizado y contenido” y que, inclusive, “ha cambiado su carácter y ahora viene solo a trabajar”.
En este sentido, Lorena aclara que, si bien la mirada de los operarios no está puesta en el salario, “se sienten dignos al poder pagar cosas que van a comprar sus padres al supermercado, por ejemplo”.
Desde la Nación se destinan 1.050 pesos mensuales para cada operario, a cambio de trabajar 16 horas semanales. Ese dinero recibe el nombre de “peculio”.
“La mayoría trabaja 8 horas 5 días a la semana y cobran por eso 7.500 pesos, a los que se suma el peculio y sus pensiones o asignaciones por discapacidad. Hasta hace un tiempo, teníamos operarios que sólo cobraban el peculio, pero hemos logrado que todos reciban al menos 500 pesos sobre el mismo”, informa Lorena.
Aprender a producir
A través de un portón ubicado en Pablo Loos al 40, que en algún momento dio paso a una cochera, se ingresa al mundo de El Hormiguero Productivo.
Es una gran cocina en la que unas 8 personas trabajan concentradas en cortar, pelar, picar y hornear, buscando cumplir en tiempo y forma con los pedidos de sus clientes.
Una de ellas, Laura Bernabeu (21), invita a pasar y se apresta al diálogo. “Nos manejamos en forma colectiva, no hay jefes, acá somos todos socios productores”, explica con una sonrisa franca, mientras mira a sus compañeros y seca sus manos en el delantal.
Aunque el número no es fijo, son entre 12 y 15 las personas que participan en forma activa en este proyecto. Las tareas se organizan a partir de dos módulos: viandas y catering. Las primeras son encargadas por particulares o empresas y funcionan de lunes a viernes; los segundos suelen ser los fines de semana y en ellos se trabaja, principalmente, de tarde.
“Los que trabajan en vianda descansan los fines de semana”, precisa Laura. Actualmente, algunos de los integrantes de El Hormiguero sólo desempeñan tareas medio día, por lo que la intención de todos es lograr un nivel de producción que permita que trabajen todos la misma cantidad de horas.
Héctor Fernández (38) es otro de los integrantes y aclara: “Acá todos ganamos lo mismo por las horas trabajadas. De todas maneras, la ganancia no es sólo económica porque también está el aprendizaje y el crecimiento de cada uno, a su ritmo”.
La iniciativa surgió hace dos años, luego de que una asociación que había creado un restaurante a puertas cerradas llegara a su fin. Fabiola Amaya (21) comparte su historia mientras aplasta las papas para el puré del pastel: “Los que nos fuimos empezamos a armar algo. Después llegaron Héctor y Cristiano (Calvi) y nos presentaron el proyecto. Entre todos juntamos 200 pesos y con eso hicimos pan en un horno de barro del barrio Cinco Mil Lotes”, rememora.
Otro detalle a tener en cuenta es que ninguno de los socios productores ha estudiado cocina o es chef. “Lo hacemos porque nos gusta, pero algunos quisieran estudiar y no pueden porque la carrera es muy cara”, reflexiona Fabiola.
Tras ese comienzo con el horno de barro popular, compartieron la cocina que alquilaba el chef Lucas Bustos, quien generosamente les cedía el lugar cuando no lo estaba utilizando. Inclusive, los contrató en varias oportunidades para que hicieran el catering de algunos eventos.
Sin embargo, desde setiembre del año pasado se hacen cargo ellos del canon total. “Con lo que vendemos de viandas cubrimos el alquiler y los servicios. Necesitamos vender unas 60 viandas diarias más para cubrir tres sueldos completos”, precisa Laura.
Es que, por ahora, las ganancias oscilan de mes a mes, y cada uno de los integrantes puede llevarse mil, 5 mil, 3 mil pesos, o nada. Por eso, el equipo reconoce que les ha faltado ser conscientes de que ganar plata en una empresa social no es algo malo, sino que se trata de una parte necesaria para su funcionamiento.
En cuanto al tema de roles, los mismos van rotando para que, poco a poco, todos aprendan las distintas funciones necesarias para que el emprendimiento avance adecuadamente. Los martes realizan una reunión en la que reflexionan sobre los días previos y planifican los que vienen. Allí, se define qué rol le tocará a cada uno esa semana. Por ejemplo, coordinar un evento, la cocina o los mozos.
“Aprendimos más por la práctica que por la teoría, pero ahora estamos tratando de aprenderla para mejorar las cosas que nos faltan. Hemos perdido el miedo a decir que somos una empresa social”, indica Laura.