Cuando Elsa Cortopassi habla, su voz invita a hacer silencio y prestar atención. Y no es precisamente una cuestión de puro respeto, sino de quedar inmerso: es cristalina, recta, sonora. Y en la charla uno siempre se sorprenderá: de su memoria intachable, por ejemplo. Detalla fechas, directores y textos como una enciclopedia.
Y son ya casi 54 años de carrera, dedicada a la actuación, a la dirección y a la docencia, tanto de teatro como de Literatura. Desde 1963 transita no solo las tablas, sino que probó el micrófono (con el radioteatro), el teatro leído, el infantil e incluso el cine. Expansiva, inquieta y rigurosa: así sigue siendo Elsa, a sus 75 años.
Y así la vimos hasta la semana pasada, cuando se despidió del protagónico de "Yocasta es una señora irascible", del dramaturgo, poeta y escritor mendocino Daniel Fermani, en la sala Lita Tancredi. Un papel escrito especialmente para ella, remarquemos, que estrenó en 2015.
La cara blanca y mitológica, atormentada entre los hilos de su destino, arrodillada, cantándole hacia el final, a su propio hijo muerto, “Ne me quitte pas”. Un “No me dejes” que muchos escenarios, si hablaran, podrían rogarle también a ella.
¿Reponerla alguna vez en Mendoza? No, que el público de este tipo de teatro experimental se agota, dice. Y después de llevarla a La Rioja en breve, todas esas palabras, puestas a dialogar entre dos poéticas diferentes (la danza butoh y Stanislavski), se apagarán para ella. A las obras hay que dejarlas ir también, como a los hijos: "Maximino Moyano, por ejemplo, no reponía ni loco. Terminaba la representación y rompía la puesta en escena: nunca más", recuerda sobre el director fallecido el 7 de junio, que la dirigió varias veces (entre las últimas "Compañía", en 2008).
“Y el año que viene, para los 55, si puedo, espero hacer algún espectáculo”, confiesa. Es que sus problemas de la vista en los últimos años se acentuaron: Elsa, metódica del texto, todavía puede leer, pero con la ayuda de una lupa. Cuando no, se lo transmiten otros ojos, otra voz.
Así aprovecha de comentarnos que siempre, con el Elenco de Teatro de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNCuyo (del que es directora desde 1997), se ponen en ronda y cruzan lecturas. Forma orgánica y disciplinada de trabajar, con un elenco al que ya dirigió en alrededor de 25 producciones, especialmente visitas a clásicos como Aristófanes, Eurípides, García Lorca o Ionesco, y con el que actualmente trabaja "El gorro de cascabeles" (Luigi Pirandello) y "El pedido de mano" (Anton Chejov), con motivo del 20º aniversario en octubre.
"Me hubiera encantado hacer algo tipo comedia musical pero con tangos, valses y milongas, aunque para eso se necesita mucha más gente".
-¿Qué es un buen actor, Elsa?
-Creo que el buen actor es innato. A partir de ahí uno le puede dar técnicas, le puede ir puliendo. Y un buen actor es quien, sobre un escenario, asume su personaje pero no es la misma persona. Aunque el personaje sea un hombre de la calle, sobre el escenario es diferente. Para mí el logro mayor es cuando me ven a mí, me escuchan la voz, me asocian, y no pueden creer que la actriz que estuvo anoche arriba del escenario sea yo.
Hemos visto cantidad de actores que se repiten: no es que impostes la voz diferente, es que te metas en el rol que te tocó. Cada Yocasta, cada Antígona es diferente; lo que yo hago es prestarle a ese personaje lo mío. Le presto mi cuerpo, le presto mi voz y le presto mis emociones.
-¿Y el texto?
-Y siempre respetando al autor, claro. Para mí el buen actor es también quien lo respeta a él. El teatro tiene que tener un autor, que escribe pensando cada palabra. Después de funciones de “El escorpión blanco”, por ejemplo, ha habido gente que me llegó a comentar la hermosa poesía de Daniel (Fermani) antes que mi propio trabajo.
-¿Hay una inercia a eliminar al autor?
-Sí (remarca). En parte, quien tiene la culpa es Argentores, porque te cobran muchísimo, sobre todo si es extranjero, o sino te preguntan de dónde sacaron tal texto. Entonces algunos jóvenes le dan vuelta al texto, le buscan otro nombre o hacen una adaptación, para no pagar. Además hay directores que permiten que los actores no aprendan de memoria e improvisen.
-¿Es que falta esa disciplina?
-Esa disciplina que teníamos nosotros antes no veo que exista ahora. He trabajado con Rafael Rodríguez, muy exigente, o Maximino, que tenía una filosofía muy especial. Una vez me dijo: “No quieren trabajar, no vienen a los ensayos: no se hace teatro. Si no tenés la gente, si no responde, se corta ahí”.
El teatro es un pulpo
"A mí me encantaba el cine, fue mi primera pasión. Qué lindo hacer cine, pensaba de niña, pero en esos años en Mendoza era imposible, imagínate". Así empieza explicando ante la pregunta de cómo llegó el teatro a su vida: en la pantalla grande, con películas como "La Strada" (Federico Fellini) y "Hamlet" (Laurence Olivier).
Pero en su familia ya estaba la chispa, digamos: por parte de su papá, que era un descendiente de italianos, con vena melodramática de canzoneta y tarantela; de su mamá también, una maestra rural a la que le encantaba montar espectáculos en su escuela. E incluso de su hermano, que de niño escribía y montaba con vecinos del barrio sus propias Vendimias.
Le llegó el teatro, definitivamente, en la Facultad de Filosofía y Letras, y debutó en 1963 en el TECU (Teatro Estudio Club Universitario), con "El ayunador", de Enrico Fulchignoni, dirigida por Clara Giol Bressan. Después siguieron Moyano, Rodríguez (en "El paciente" y "Las termitas"), Leónidas Monte (en "El centroforward murió al amanecer"), Carlos Owens ("El adefesio") y Elcira Lena ("Estimado señor presidente"). El tándem con Fermani, al que conoció de adolescente siendo alumno suyo en el CUC, incluye además de las obras nombradas a "Tempus".
"Lo que me encantaría es tener alguna vez una salita, aunque sea de 40 o 50 personas".
Pero hoy, cuando mira para atrás, le gusta decir que empezó por el techo del oficio, porque el papel que siguió a "El ayunador" fue un salto técnico y estilístico: nada menos que la Antígona de Sófocles.
Y también le gusta comparar al teatro con un pulpo: "Siempre lo digo, aunque algunos se rían, que te mete, te atrapa y ya no podés escapar, es inútil. Ya estás inmerso".
-Después de tanta experiencia actuando y dirigiendo, ¿dónde te sentís más cómoda?
-Actuando, toda la vida. El director tiene que tener en la cabeza todo: música, sonido, escenografía, programa, discusión, además del trabajo con los chicos. Una cosa de locos, ¿no? Me gusta más la actuación, que venga una persona, me dirija y listo.
-Si tuvieras que recordar el momento de tu carrera del que te sentís más orgullosa, ¿qué dirías?
-La verdad es que he hecho tantos personajes de peso que sería difícil elegir: la mujer del cid campeador en "Anillos para una dama", de Antonio Gala; "Las fosas natales", de Ángela Ternavasio, donde interpretaba a una madre…
-¿Pero hay alguno que sientas que realmente te ha transformado?
-Creo que el primero que me transformó realmente fue Antígona. Supongo que porque era la primera. ¿Podés creer que hasta el día de hoy recuerdo partes del texto de memoria? Me sorprendo a mí misma. Me cambió tanto que algunos cuando me veían me llamaban así (ríe).
-En 50 años has hecho de todo, ¿tuviste algún límite artístico?
-No, la verdad que no. Tampoco creo que alguien venga a ofrecerme algo muy exótico, pero siempre me di el gusto de hacer de todo. Lo que sí, me quedaron cosas pendientes: a mí me gusta mucho el tango, por ejemplo, y canto más o menos bien dentro de mis posibilidades.
Me hubiera encantado hacer algo tipo comedia musical pero con tangos, valses y milongas, aunque para eso se necesita mucha más gente.
Remarca, sí, que los peores recuerdos vienen de la dictadura. La memoria es una obligación y una salvación: "Fueron años muy, muy duros", asegura, y aunque lo peor fue sin dudas ese día de setiembre de 1974, cuando una bomba de la Triple A destruyó el TNT (Taller Nuestro Teatro), que se encontraba en San Juan 927, también quiere ahora sacar a la luz lo otro: el sueño de convertir lo que era un taller mecánico en una sala, y las palabras de Carlos Owens cuando, entre restos de grasa y aceite, les propuso construir algo desde cero, algo nuevo. "Si están dispuestos, hay que empezar a limpiar".
Trabajaron codo a codo, repartiéndose incluso taquilla y limpieza, y el TNT marcó una época: llegó a sumar 570 representaciones de teatro para adultos y 384 de infantiles.
-¿Cuál creés que es la deuda del teatro en Mendoza? ¿Qué le hace falta?
-Más apoyo. De parte de Cultura, sí, pero también de parte de la prensa, que hace muchísimo, pero que debería preocuparse más por los que estamos aquí y nunca nos movimos. En mi caso particular, lo que me encantaría es tener alguna vez una salita, aunque sea de 40 o 50 personas. Si uno mira para atrás, ve cómo las salas independientes cada vez son menos. Pero hay que seguir luchando por esto, siempre.