Elogio de la síntesis en la historia

En estos tiempos en que el análisis histórico ha sido bastardeado tanto por sus usos políticos partidarios, Romero nos define su auténtico significado.

Elogio de la síntesis  en la historia

Por Luis Alberto Romero - Historiador. Especial para  Los Andes

El reciente libro de Ian Kershaw “Historia de Europa. 1919-1949” invita a reflexionar sobre cómo se escribe una obra de  síntesis histórica. Kershaw es un excelente historiador del nazismo, y autor de una biografía de Hitler de más de 2.000 páginas. Una conocida editorial le encargó escribir una “Historia de Europa en el siglo XX”. Según nos dice Kershaw, esto constituyó un desafío nuevo y muy complicado.

Los lectores de historia recibimos su libro con expectativas. Muchos quedamos defraudados. Su síntesis resultó pobre, anodina, intrascendente.  No basta con ser un excelente historiador para dominar un género, la síntesis histórica, que tiene funciones y problemas específicos.

En 1900 Henri Beer, un filósofo devenido historiador, comenzó a plantear el problema en su “Revue de Synthèse historique”. Beer, considerado por Marc Bloch y Lucien Febvre como precursor de la escuela de “Annales”, discutió con dos formas de hacer historia por entonces dominantes. Por un lado la historiografía erudita, mal llamada “positivista”, que aspiraba a presentar los hechos comprobados, de preferencia políticos, y rehuía su interpretación. Por otro, las “filosofías de la historia”, que proponían generalizaciones especulativas. En nuestro tiempo, Beer también habría discutido con las ciencias sociales y sus “modelos”, en los que la historia suele funcionar como relleno de construcciones elaboradas a priori.

Hoy los problemas son distintos. Los historiadores han ampliado su temática -nada humano les es ajeno-  y sus interpretaciones se apoyan en las diversas ciencias sociales. En un sentido, Beer estaría satisfecho. Pero la profesionalización ha consistido también en concentrarse en un fragmento de la historia y en desconfiar de las interpretaciones generales. Rara vez hay en el gremio un debate sobre las líneas generales. Cada cierto tiempo -generalmente a partir de la convocatoria de un editor- algunos de ellos hacen el esfuerzo de integrar estas investigaciones en una síntesis amplia y comprensiva.

Las buenas obras de síntesis no son ni manuales ni best sellers; si les va bien, serán “long sellers”. Su autor debe ser un historiador profesional con ideas generales. Porque una síntesis es, en primer lugar, una visión de conjunto organizada por una idea, una interpretación que explique un proceso. Sintetizar es proponer un sentido integrado y coherente a un proceso histórico significativo, siempre complejo y heterogéneo.

Las obras de síntesis cumplen una función para los historiadores, sobre todo en su formación: entender el conjunto, abrir el camino y ayudar a plantear nuevas preguntas. Eric Hobsbawm escribió un artículo notable sobre la crisis del siglo XVII, sin ser un investigador del tema. Lo hizo porque le faltaba construir una pieza para completar su explicación sobre los orígenes del capitalismo. Analizó un centenar de estudios monográficos sobre las muchas cuestiones relacionadas –desde la demografía a la religión– y construyó una explicación que revolucionó la manera de pensar el problema. Durante dos décadas o más fue un punto de referencia para los historiadores, hasta que nuevos trabajos la rebatieron y demolieron. Ese fue su mayor logro.

La opinión fundada y equilibrada es la esencia de una buena síntesis. Inevitablemente refleja la perspectiva del autor, sus preguntas, sus problemas, sus valores y hasta sus proyectos. No es un defecto, pues  eso es lo que diferencia una síntesis de un manual, pero debe haber “fair play”. El historiador debe explicitar sus convicciones, para que el lector sepa a qué atenerse, y luego utilizar todas las herramientas de su oficio para controlarlas y eventualmente corregirlas.

Pero sobre todo, las obras de síntesis hacen de intermediarias entre los investigadores y los lectores de historia, que son muchos. Se trata de una misión que requiere una cierta vocación, y algunas capacidades especiales.

La escritura es fundamental. Hoy leemos con admiración la magistral caracterización del imperio romano escrita por Edward Gibbon en el siglo XVIII. Desde entonces, los historiadores han contradicho cada una de sus ideas, sin dejar de inspirarse en su estilo. Más cerca de nosotros, Georges Duby y François Furet revolucionaron la historia de la Edad Media y de la Revolución Francesa con ideas fuertes, que impactan aún más por su escritura desafiante, compleja y muy clara.

La buena escritura es algo más que corrección, precisión y encanto. El historiador debe usar simultáneamente diversos registros, que permitan lecturas diferentes. Para la primera lectura, que transita por la superficie, debe ser transparente y atractiva. Ante nuevas lecturas debe revelar los sentidos profundos, los matices, la interpretación subyacente, e inclusive sus límites.

Juan Sebastián Bach escribió corales sencillos y transparentes, para ser cantados por los fieles en el templo. Pero a la vez, un musicólogo puede dedicar su vida a estudiar en ellos la armonía, sus principios y sus variantes. Con los grandes libros de historia sucede lo mismo; se los puede leer y releer, y encontrar cada vez las respuestas a nuevas preguntas.

La divulgación o la difusión de cualquier ciencia es una tarea importante. En el caso de la historia hay un plus: la función que tienen los relatos del pasado en la formación de la memoria social y de la conciencia histórica. Narrar el pasado implica una intervención, bastante fuerte, en el debate público.

Los historiadores profesionales no son los dueños del pasado. En una sociedad democrática el pasado es de todos, y cualquiera tiene derecho a contar una historia acerca de quiénes fuimos, somos y seremos. Muchos lo hacen profesionalmente: poetas, novelistas, periodistas, políticos y autores de best sellers.

Los historiadores profesionales tienen que hacerse un lugar en esta polifonía poco armónica, casi madrigalesca. Como le ocurre a todos, su narración refleja sus convicciones; pero a la vez, su oficio les impide decir cualquier cosa, y además les exige pensar y definir grandes problemas. Un libro de síntesis es, en este caso, una forma de intervenir en el gran debate de la sociedad. Para aquellos historiadores que quieren y pueden hacerlo, es un placer y también un deber.

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