Elogio de la marcianidad

A veces me acomete la certidumbre de ser ajena a este mundo. Hace poco experimenté uno de esos raptos de estupefacción mientras leía el periódico.

Elogio de la marcianidad

De joven sufrí ataques de angustia. Lo he contado ya en algún libro. Sentía que la realidad se alejaba de mí, como si un oscuro túnel me separara del mundo, y un pánico abrumador me sepultaba. Ahora, en cambio, sufro repentinos ataques de estupor. De cuando en cuando me acomete la certidumbre de ser ajena a este mundo, de no entender lo que sucede, como si fuera una selenita venida de Europa, la luna de Júpiter, trasplantada por algún error cósmico y tal vez cómico a esta Europa terrícola tan desagradable. Pero ahora no me inunda el pánico, sino la incredulidad, la risa floja, la indignación y un desconcierto alienígeno.

Hace un par de semanas experimenté uno de esos raptos de estupefacción mientras leía el periódico. Primero vi que el Banco de España nos alertaba de que los beneficios empresariales están creciendo más que los salarios, y me quedé bisoja.

Digamos que ya desde la calle lo intuíamos; nos parecía raro que hasta los directivos más torpes y corruptos gozaran de bonus millonarios incluso al ser despedidos, mientras que los nuevos empleos que se están creando y de los que alardea el Gobierno tan alegremente son en su mayoría miserables. Por cada nuevo puesto asalariado, hay más de once contratos temporales, y uno de cada cuatro contratos dura una semana o menos, lo que quiere decir que el galeote que lo ocupa no saca para pagar ese mes la factura de luz, pero engorda al alza las estadísticas. De modo que sí, ya nos sospechábamos este pudridero laboral; pero si hasta el Banco de España, que por muy estatal que sea sigue siendo un banco, considera que las prácticas empresariales son peligrosas, ¿hasta qué malditos abismos estamos debiendo de llegar? Y en ese soponcio estaba cuando mis ojos cayeron sobre la noticia de Moix y su sociedad en un paraíso fiscal. Reconocerán que el titular no tiene desperdicio: “El fiscal Anticorrupción posee el 25% de una empresa offshore en Panamá”. Apaga y vámonos, me dije. Es como del club de la comedia.

Hace años, la estupenda periodista Christine Spengler me habló en una entrevista de cómo las sociedades se adaptaban a lo que fuera. En el Beirut martirizado por la guerra ella vio caer una tarde el enésimo bombardeo, y segundos después de que estallara la última bomba, antes de que se posara el polvo del destrozo, volvieron a salir de sus agujeros los vendedores ambulantes de relojes y de ramos de azahar, voceando imperturbables su mercancía. Esa misma impasibilidad es la que advierto en nuestro país ante una realidad moralmente aberrante. Nos enteramos de que Marta Ferrusola le decía al banco andorrano “soy la madre superiora de la congregación, traspasa dos misales” para ordenar movimientos ilegales de su fabulosa e ilícita fortuna y se diría que sobre todo nos entra la risa, cuando lo que nos debería entrar es la voluntad más racional, más firme e implacable de acabar con toda esta gentuza.

Moix explica ahora, tras dimitir, que la offshore es una herencia; que no la disolvieron porque algún hermano no puede pagar los costes; que él ofreció renunciar a su parte y sus hermanos tampoco lo admitieron. Qué pobres excusas, aunque sean ciertas; por todos los santos, lleva cinco años con la empresa, y es evidente que el fiscal Anticorrupción no puede poseer una offshore en un paraíso fiscal. O tenía que haberlo arreglado, o no debía haber asumido el cargo. Cuánta manga ancha tenemos y con qué facilidad aceptamos la injusticia, la desvergüenza y el cinismo, hasta el punto de que personajes como la espeluznante Ferrusola, que en 2015 declaraba ante el Parlamento que sus pobres hijos iban con una mano delante y otra detrás, siguen hoy pavoneándose con la cabeza alta, en vez de estar muertos de vergüenza y escondidos debajo de la cama.

Si no se pone coto al abuso descarado y a la corrupción, algún día se romperá la sociedad (ya se está rompiendo), y pagaremos todos por los desmanes de algunos. Normalizar lo anormal, eso es lo que hacemos los humanos, a veces de manera heroica, como en Beirut, a veces de forma repugnante, como cuando nos acostumbramos a lo inadmisible. Por eso yo prefiero seguir sintiendo el mayor estupor. Prefiero ser marciana e inadaptada.

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