Lo ignoro casi todo sobre México. Voluntariamente, quiero decir. Los mariachis me parecen una creación del demonio y siempre detesté esa mezcla de Virgen de Guadalupe y Pancho Villa, de catolicismo y revolución social, que es la esencia y la sal de este país. Faltaba más. Para irracionalismos catocomunistas, mejor el original italiano. Y sin embargo…
Y sin embargo un amigo mío dice que para gustar de México hay que cruzar la barrera del propio prejuicio, y que eso lleva tiempo. Yo llevo acá unos días, así que aún no la pasé, la barrera; y se nota. Además, México o Méjico (nunca sé bien cuál de las dos formas le asigna a uno el círculo infernal de la incorrección política y cuál otorga la absolución) significa para mí, antes que nada, el lugar de exilio de una generación de argentinos que lo eligió; una generación que detesté por su brutalidad antes de que se fueran, y cuando volvieron, también. ¿Verse forzado a abandonar un país subdesarrollado y feroz como la Argentina de los setenta e irse a México? Inconcebible, para mí.
Es que México, confieso, nunca me interesó demasiado. Demasiado calor. Demasiada desigualdad. Demasiada baldosa rota hasta en el Zócalo. Demasiada tragedia. Murales demasiado grandes. Pero cuando saqué el pasaje para asistir a la primera reunión de la red antimafia latinoamericana estaba aceptablemente entusiasta, curioso y feliz.
Después la reunión se aplazó, se reveló la desaparición de cuarenta y tres estudiantes en Iguala, lo cual avanzó considerablemente la agenda de contactos para la campaña contra el crimen organizado en la que trabajo, y decidí que valía la pena venir. Nunca me interesó demasiado México, ya canso, pero esta marea de gente que ahora marcha hacia el Zócalo para pedir justicia por los estudiantes desaparecidos tiene un mensaje para la Argentina que vale la pena escuchar.
Los hechos son conocidos y terribles.
Hace dos meses, en Iguala, estado de Guerrero, cuarenta y tres estudiantes de un centro de formación de maestros rurales con alto nivel de politización desaparecieron sin dejar rastros. Los "normalistas", como se los llama, habían llegado desde Ayotzinapa para recaudar fondos para sus actividades políticas, fueron detenidos por la Policía Municipal por orden del alcalde y entregados al cártel narco Guerreros Unidos, que los hizo desaparecer. Según algunos, convencidos por la propia Policía de que eran una avanzada de Los Rojos, un clan rival.
Es la primera vez que pasa, y hace años que sucede. Es la primera vez en esta magnitud pero hay un lento goteo de sangre que acontece todos los días en México. ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte por día? "El Gobierno reconoce 22.000 muertos -explican Carla y Alberto, militantes de una organización de lucha contra la trata- pero los desaparecidos son muchos más. Sesenta mil entre muertos y desaparecidos, dicen algunos. Y es probable que tengan razón".
Un panorama desolador. Para peor, la búsqueda de los normalistas reveló la existencia de seis fosas clandestinas. Con toda probabilidad, sólo la punta de un estremecedor iceberg. Pero Carla y Alberto encuentran un punto donde sostener su optimismo: "Es la primera vez que los mexicanos toman conciencia de la gravedad de la situación, y se declaran hartos. Acaso sea el principio de algo que valga la pena", se ilusionan.
La culpa, ya se sabe, no es de nadie. El presidente Peña Nieto, llegado al cargo hace apenas dos años con un ambicioso plan de modernización, clama la inocencia de su gobierno y su partido, denuncia el habitual "plan de desestabilización" y recuerda que los sospechosos (cuarenta policías de Iguala y ocho miembros de Guerreros Unidos) han sido detenidos. Por su parte, el progresista y opositor
Partido de la Revolución Democrática señala que Abarca, el alcalde de Iguala que presumiblemente dio la orden de detención, fue expulsado no bien se supo lo sucedido. Pero secuestrar y acaso matar cuarenta y tres chicos de unos veinte años no es cosa simple. Requiere armas, organización y cobertura. Y mucha gente implicada en el operativo. Que la Policía local fue por lo menos cómplice es innegable. Pero, ¿qué hay de la Policía Federal y del Ejército, uno de cuyos cuarteles más grandes se encuentra en la región?
"Lo sucedido es parte de una represalia de un sector del Ejército contra el presidente Peña Nieto por haber permitido la revelación, hace unos meses, de la existencia de fosas comunes. Desde hace años, el Ejército Mexicano realiza operaciones de limpieza antinarco cuya existencia el Gobierno conoce, pero no controla, y lo de las fosas amenaza dejar al Ejército fuera de juego, y a muchos oficiales, fuera de los beneficios económicos de tener el poder decidir quién vive y quién muere". El que habla, por supuesto, lo hace off-the-récord. ¿Posible?
Consulto con mis amigos de las organizaciones de la sociedad civil. Todos creen que se trata de una versión que el propio gobierno hace circular. Ninguno la considera imposible. Uno cree que es la verdad, y nada más que la verdad. Policías, alcaldes, ejército. Fuerzas de seguridad impotentes, indiferentes, cómplices, criminales, o una imaginativa combinación de todo ello. El narcoestado. No parece el mejor de los ejemplos para quienes proponen la militarización de la lucha contra el crimen organizado.
En tanto, la marcha convocada por los estudiantes de la Universidad Autónoma de México, la más prestigiosa de Latinoamérica, comienza de a poco. Con amplia mayoría de organizaciones estudiantiles y de izquierda. Y luego aumenta. Mujeres y hombres jóvenes, casi todos.
Estudiantes, y ciudadanos. Como una crecida. Como un largo río entubado por el vallado de metal puesto por la Policía, que la conduce directamente hasta el Zócalo. No logra ser un lago que llene la enorme plaza (220x240 metros) sino que son tres ríos que confluyen en el Zócalo, para luego reversarse sobre la ciudad paralizada. Así, es casi imposible calcular el número de manifestantes, pero son decenas de miles. Tantos como los muertos por el narco deben ser, calculo.
No sé nada sobre Méjico pero comprendo algo de Latinoamérica y Argentina. Esto no da para más. El crimen organizado ha desbordado las fronteras y está rompiendo nuestras sociedades y amenazando a la misma democracia. México avisa. Los chicos de el Zócalo, viejo emplazamiento del poder azteca en Tenochtitlán y actual sede de la Catedral y el Gobierno, lo saben bien. Los chicos y la gente de el Zócalo tienen un mensaje para la Argentina. El mensaje es este: hay un punto de no retorno, o de retorno casi imposible. El punto de no
retorno es el narcoestado, la forma de organización social en la cual el límite entre Estado y mafia se ha diluido completamente. Policías, autoridades, fuerzas de seguridad, mafias y bandas criminales trabajan en conjunto hasta que son lo mismo. Dejad toda esperanza, los que entráis.
Nunca me interesó demasiado México, pero aún menos esperaba encontrarme a la Argentina por aquí. Fuerzas armadas y de seguridad acusadas. Desaparecidos. Los chicos que cantan el argentinísimo "Que lo vengan a ver…" al presidente Peña Nieto. Y, sobre todo, otra consigna que -pese a ligeras modificaciones- interpela nuestro pasado nacional: "Vivos se los llevaron. Vivos los queremos". Y bien, ¿no son estas las nuevas formas del genocidio? ¿No piden a gritos la inclusión de la criminalidad organizada en el Estatuto de Roma, es decir: entre los crímenes perseguibles por la Corte Penal Internacional? ¿No exigen, en caso de imposibilidad, la creación de una Corte Penal
Latinoamericana que proteja los Derechos Humanos persiguiendo y castigando los crímenes tipificados por la Convención de Palermo de la ONU, a la que han adherido la mayoría de los países latinoamericanos? Son preguntas retóricas, pero la cuestión es central: ¿podrá borgeanamente el espanto unir lo que el amor no fue capaz? ¿Avanzará la unidad latinoamericana, finalmente, no por la vía de la cooperación político-económica sino por la de la lucha contra el crimen organizado, convertido hoy en el principal problema regional?
Cuarenta y tres desaparecidos de unos veinte años. Una sociedad que masacra a sus hijos. Una marcha estudiantil que, el día del aniversario de la revolución de Emiliano Zapata y Pancho Villa, clama "Fue el estado", y dice también "No son cuarenta y tres, son miles".
Un movimiento político nacido hace mucho al calor de otra revuelta popular que se convirtió luego en el partido del poder. Una oposición que cuando le ha tocado el turno no lo ha hecho mejor. Una izquierda fragmentada, uno de cuyos integrantes está acusado de promover una masacre. Una sociedad sin liderazgos visibles ni alternativas a la vista. Un rumor sordo de que se vayan todos, y el narco por todos lados. Omnipresente. Omnipotente. Criminal. ¿Les suena?
"¿Por qué, por qué, por qué nos asesinan, si somos la esperanza de América Latina?", cantan los chicos en la plaza. "Tenemos la ilusión de ver de nuevo a los cuarenta y tres", dicen los padres desde el palco. Vuelvo al hotel. En la TV sigue sin verse casi nada de la marcha. Un solo canal transmite en directo. En muchos está Obama anunciando su plan de legalización para cinco millones de inmigrantes, mayoritariamente mexicanos. En el Zócalo, un grupito de anarcos, o de provocadores, tira piedras contra la Policía. Hay gases, cohetazos, molotovs, palos, corridas. La Policía desaloja el Zócalo. Hace rato que se ha puesto el sol.