El viejo de la bolsa - Por Juan Azor

Una semblanza del habitante de las calles del barrio, quien empezó su caminata -como siempre- pero esta vez partió sin despedirse de nadie.

El viejo de la bolsa - Por Juan Azor
El viejo de la bolsa - Por Juan Azor

Fue un domingo después del almuerzo cuando lo vi por primera vez. Venía por el medio de la calle, contando historias que nadie alcanzaba a oír, susurrando a las hojas e invitando a un gorrión senil a seguir con una melodía que atravesara la plaza mayor en medio del silencio quebrado de una siesta de marzo.

Fue la primera vez que lo vi y desde entonces sentí curiosidad por sus ojos tristes. Decían que venía de San Juan, huyendo de un amor no correspondido; que perdió todo en un incendio y se volvió loco; que era maestro y olvidó lo aprendido...

Los pibes de la cuadra le tenían miedo y su andar desgarbado, seguido de una jauría de perros flacos, provocaba huidas.

Aquellos perros caminaban detrás de él, aunque no hubiera promesas de comida abundante. Más bien perseguían a un hombre que en las noches de invierno, cuando el frío era algo más que el silbido del viento chocando contra un vidrio, les contaba de sus sueños. La lealtad es un ovillo que solo se acaba con la muerte. Y quizás por eso nunca reemplazó a cada uno de aquellos animales que se fueron yendo.

Lo recuerdo discutiendo con la tristeza, en un mano a mano que a veces era cotidiano, reclamando la risa que alguien le había sacado de una bolsa donde guardaba un par de nombres y una margarita sin pétalos.

A veces, a modo de broma, le gritábamos para llamar su atención y luego nos escondíamos. Él respondía con una sonrisa, como si supiera que era nuestra manera cobarde de abrazarlo, de pedirle perdón por la vida, por las injusticias, por el frío de julio en una madrugada sin colchas, por mirar el paisaje del pueblo sin mirarlo...

Recién me contaron que ayer decidió irse, que solo se echó su bolsa al hombro y empezó a caminar sin despedirse de nadie. Quiso viajar después de tantos años de postales sin llenar.

Seguramente, donde quiera que haya ido, alguien lo verá pasar y desatará un sinfin de rumores sobre su pasado. Y aunque ninguno será cierto, él no se preocupará demasiado por eso. Estará ocupado abrazando a esos perros que mueven la cola en señal de gratitud, como si quisieran decirle que nunca dejaron de extrañarlo.

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