Jorge Sosa - Especial para Los Andes
“Si lo verde tuviera otro nombre, debería llamarse rocío”, dice el queridísimo Armando Tejada Gómez en una de sus zambas, una de la más bellas del cancionero folklórico argentino: “Zamba del laurel”, con música del enorme talento salteño, el Cuchi Leguizamón.
Sabemos bien que el verde siempre fue aliado de la vida, pero en nuestra provincia su valor es mayor, en nuestra provincia el verde vale doble.
Porque esto no es la Mesopotamia argentina donde el verde es tanto, tan profuso, tan dominante que hasta llega a molestar. Esto es, en parte era, un desierto: el Cuyum Mapú de los mapuches, o sea, “El País de las Arenas”. Aquí al verde hubo que conseguirlo, hubo que luchar por él. No pintó la naturaleza por voluntad propia nuestros vergeles, tuvimos que convencerla a fuerza de constancia para que lo hiciera. Y no fue mucho lo que conseguimos. Solamente el 5 % de la superficie de Mendoza posee el verde de los cultivos, el resto sigue estando en manos del secano y la montaña.
Plantamos y plantamos, con algunos cuidados en torno a qué plantábamos. Por eso plantamos el árbol más desinteresado el plata-no, el árbol que debería estar en nuestro escudo y nuestra bandera: el palo borracho, y el árbol de algunos funcionarios: el algo-robo.
Verde es la naturaleza, verde es la esperanza, lo que crece es verde, primavera es verde y son verde son los mapas cuando indican vegetación. Pero no es solamente una ligazón intelectual, es también sensitiva, de los sentidos. Cuando estamos rodeado de verde, cuando vemos verde, comienza a funcionar en nuestro interior un código de placidez, de bonanza, de bienestar. Cuando vemos verde vemos algo bueno.
Entonces en nuestro interior subcutáneo, donde se resuelven los sentidos, ocurren cosas que nos reconfortan. No nos damos cuenta porque la habitualidad nos lo hace pasar desapercibido pero para el cerebro no, ver verde es mandarnos un buen mensaje de optimismo.
A veces pasamos días enteros, por no decir semanas y meses lejanos del verde. Encapsulados en una oficina, un taller, un recinto hostil en donde cada una de nuestras miradas nos devuelve hostilidad. Lo que vemos nos predispone a no ver lo bueno, nos condiciona a ser como eso que nos rodea, muebles y papeles en una oficina, máquinas y herramientas en un taller, cemento y asfalto andando por el centro.
¿Se acuerdan de Baldomero Fernández Moreno? “Setenta balcones y ninguna flor”. Yo he llegado a contar más de cien sin un verde, un minúsculo verde que le de noticias de la vida a la vida.
En Mendoza el verde es casi un milagro, si no fuera porque los hombres tuvieron mucho que ver. Cada verde en Mendoza es un monumento a la fe.
Aquel que regaba cuando la plantita era minúscula ya estaba pensando en su estallido de verde de futuro.
¿Por qué piensa usted que la gente del campo es de otra forma, más apacible, más amable, más diáfana? Puede haber muchas explicaciones pero una de ellas es el verde.
Salir a encontrarse con el verde en los alrededores, en las plazas, en los parques, caminar por él, aprehenderlo en cada mirada, puede ser una buena terapia sin recetas y sin divanes.
Dele de beber verde a su mirada. Acuérdese del Armando cuando decía: “Si lo verde supiera tu nombre / la ternura no me olvidaría / porque viene de vos puro y simple el verdor / como el simple verdor de la vida / Déjame en lo verde / celebrar el día / porque por lo verde / regreso a la vida”.
Bien, terminó esta nota y el semáforo ya se puso en verde. Ahora puede avanzar.