Estados Unidos es la democracia más antigua del mundo, que nunca se ha interrumpido y que está aún vigente. Sin duda, los rituales asociados a ella son también razón de su fortaleza. Dentro de estas ceremonias consagratorias se destaca el acto de asunción presidencial en el que participan personalidades destacadas no sólo de la política sino también del espectáculo y de otras áreas sociales. Es una manera de ratificar que lo que importa no es la persona sino la institución, en una sociedad fuertemente presidencialista.
Todas las instituciones necesitan para su fortalecimiento y desarrollo, no sólo del cumplimiento de las funciones para las que han sido creadas, sino también (aún en mayor medida tal vez) del mito y del ritual.
Para demostrarlo hay sólo que ver las ceremonias de coronación de los monarcas de todas las épocas y países. Estados Unidos es, a pesar de su relativa juventud como país y de su fama de innovador en las cuestiones formales, fuertemente conservador y heredero de la tradición británica de la pompa espectacular y solemne de su ceremonial.
Si observamos las instituciones más antiguas y arraigadas del mundo encontramos siempre el mito fundacional y los rituales de iniciación como centro indisoluble de su estructura. La Iglesia Católica es tal vez el ejemplo más acabado de esta constante.
Sin embargo, en el acto de traspaso del próximo 20 de enero en Estados Unidos parece estar produciéndose una ruptura. Es tal la discontinuidad que representa Trump con el modelo aceptado de dirigente y de formalidad democrática que muchos han rechazado la invitación a asistir y están desconociendo incluso la validez del próximo mandatario.
Es en estos momentos de crisis en los que los rituales se revelan como insuficientes para sostener la legitimidad y se corre el riesgo de caer en su exacerbación descarnada y artificial: el ritualismo.
Será interesante analizar cómo se desenvuelve la dialéctica entre forma y sustancia en el sistema que alguna vez marcó el camino de la construcción de la democracia.
