El uso público de la razón

Un análisis de la corrupción pública en Chile, de cómo se ha ido conformando en el vecino país y el modo en qué será posible desterrarla antes de que continúe avanzando.

El uso público de la razón

El título de esta nota rescata un concepto de Kant que parece importante al momento de examinar las maneras como se quiere abordar la corrupción en Chile.

La opción instalada puede resultar un procedimiento curioso o puede ser la manifestación de un mecanismo al que están recurriendo algunas democracias. Para Kant, el uso público de la razón debe estar permitido a todo el mundo, y esto es lo único que puede traer ilustración a los hombres.

Es lo que hace transparente un problema determinado, en este caso, la corrupción. Se trata de razonar abiertamente sobre un tema a la luz pública.

La Presidenta ha creado una comisión de expertos que propongan normas para la relación entre el dinero y la política. Expertos que harán propuestas sobre qué hay que hacer para evitar la corrupción.

Esto significa dos problemas, primero se busca la solución sin descifrar el problema de fondo, esto es, se actúa pero no se piensa; y segundo, se suspende la democracia, el uso público de la razón, porque la solución se define a partir de los que están en el poder sin captar la desconfianza y el descontento social que se ha generado en una sociedad que se sentía y consideraba más allá de lo corrupto.

La ciudadanía percibe que el problema es profundo, que afecta no solamente a quienes ostentan el poder económico sino que transversalmente al poder político. Aunque es legítimo señalar que hay políticos que han cuestionado la configuración de la comisión creada, y también que hay políticos que vocacionalmente actúan desde la nobleza.

Además, pareciera que se empiezan a agotar los mantras entonados desde el discurso emocional y moral: no somos un país corrupto, son unos pocos, las autoridades máximas del país son buenas y honestas. Un claro refugiarse en cuestiones morales. No obstante, la ciudadanía empieza a darse cuenta de que la situación no se está razonando bien o por pragmatismo político o porque algo se quiere ocultar.

Los ciudadanos se dan cuenta de que las estructuras democráticas no son lo suficientemente sólidas para enfrentar los problemas, pues han sido claramente vulneradas. Se empieza a enterar de que el discurso emocional requiere dar paso al discurso de la razón, esto es, el examen de las estructuras democráticas, la relación entre el capital y la política, las formas legítimas para llegar al poder,  etc. Y esto no es cuestión de “expertos”.

Es necesario entender que el capital no puede funcionar a partir de sus propios límites, tiene que hacerlo a partir de la democracia, porque siempre algunos buscarán la forma de actuar sin democracia. Y para algunos de sus representantes, financiar de manera corrupta a determinados políticos, es una de las vías, así como en momentos determinados de la historia ha sido apoyar a las dictaduras.

Es legítima la obsesión del capital por maximizar sus utilidades, pero es por ello que es fundamental la obsesión de la política por maximizar la democracia. Es decir, no es suficiente con enunciados morales y decir que el “dinero debe servir a la gente”, “que los políticos no deben ser corruptos”, entre otros enunciados. La simple crítica moralista no es suficiente.

Ya Aristóteles distinguió entre la constitución buena y la corrupta (la segunda definida como aquella en la que se gobierna para el propio bien y no el bien común), y aunque duela el orgullo nacional, es esta última la que ha ido tomando forma a través de los años, y ha dejado de ser algo que estaba lejos de nuestro horizonte ético, y más grave aún, quienes han delinquido tienen los más altos niveles de educación, en una de las universidades con el mayor ranking nacional y destacada también en los rankings internacionales.

De allí que uno se tenga que preguntar necesariamente sobre qué hacer para educar a los educandos, de modo que entiendan y practiquen el bien común.

No nos dimos cuenta que se venía instalando un hábito sociocultural que ha penetrado los diversos rincones de la institucionalidad democrática, es por ello que fundamentalmente se requiere pensar: ¿Qué significa que la democracia se haga cargo de la corrupción y cómo hacerse cargo?

Para ello se requiere examinar por qué las formas actuales de la democracia institucionalizada no funcionan bien, y entender que es necesario modificarlas de manera sustantiva dado que afecta lo más profundo de la vida ciudadana: su confianza y su realidad; por otra parte hay que redefinir la forma de modificar, desde lo más simple, los hábitos instalados y sus formas de racionalización y legitimación.

Y esto, que pareciera un análisis de teóricos, es lo que la ciudadanía empieza a entender como el necesario camino del “uso de la razón pública”; el país se ha dado cuenta de que la crisis de confianza, en la envergadura en la que se está manifestando, no se resuelve con comisiones de expertos, que se reúnen en el Olimpo, encerrados en oficinas asignadas por el poder.

Se requiere un acto cívico multitudinario que convoque a todas las tendencias para recuperar las virtudes republicanas y las bondades de la democracia. Es este tipo de ritual ciudadano el que mostrará la urgencia de detener lo que nos puede llevar por un rumbo incierto y oscuro.

En términos simples, se trata de colocar el caballo delante de la carreta, y no como tantas veces lo hemos hecho desde la colonia, colocar la carreta delante del caballo.

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