Por Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com
En Occidente se denomina civilización “clásica” a la grecorromana, a la Grecia y la Roma antiguas de donde provienen las esencias y principios filosóficos y políticos que heredamos. A la vez, aquella Grecia también tuvo su período clásico propio allá por el siglo de oro de Pericles (el V a.c.). Roma lo tuvo a fines de la República, antes del advenimiento del Imperio (hasta el siglo I d.c.).
Lo clásico, entonces, expresa el apogeo de una cultura. En el siglo XX eso ocurrió en la década del 60 cuando predominaban las fuerzas sociales más dinámicas empujando hacia adelante, cuando el progreso parecía imparable. Los discursos de los políticos eran tan medulares que hasta se discutían en las cátedras universitarias, mientras que el cambio permanente parecía ser el destino de casi toda la humanidad.
Nunca como en ese entonces se valoró tanto a la política en cuanto factor de transformación social, máxime en comparación con lo que ocurrió de allí en más, que fue sufriendo una desvalorización hasta llegar al “que se vayan todos” los políticos, slogan que expresa mejor que nadie el clima de la época en la que hoy vivimos.
Fidel Castro fue el último sobreviviente de la camada de grandes figuras públicas que empujaron aquel tiempo de transformación y cambio conducido desde la política. Lo acompañó, aunque el destino los colocara en veredas opuestas, John F. Kennedy que quedó en la historia como quien quería lidiar contra las oligarquías económicas de su país; también Charles De Gaulle quien imaginó una Europa unida capaz de poner límites a los dos imperios en que se dividía el mundo.
Juan XXIII produjo el más sustancial cambio doctrinario y conductual jamás vivido por la Iglesia Católica, al reconciliarse con la modernidad. Gamal Abdel Nasser en Egipto y David Ben Gurión en Israel, trajeron aires nuevos y esperanzadores a esos territorios desgarrados. Ho Chi Minh en Vietnam y Mao Tse Tung en China, encarnaban los ideales revolucionarios de aquellos tiempos, que en la América hispana simbolizó Fidel Castro, un político clásico que a la vez introdujo por estos lares la idea clásica de revolución, concretándola en Cuba.
Se suele decir que los pueblos hacen estallar todo por los aires cuando la indignación frente a su explotación causada por las élites ya no puede esperar más. O sea, la revolución sería la reacción de los más pobres y desesperados frente a la opresión, pero en realidad eso es falso. La desesperación y la miseria sólo producen rebeliones que son generalmente sofocadas debido a la precariedad de los rebeldes.
En cambio, la revolución tiene lugar cuando una sociedad está creciendo económicamente en todos sus sectores, pero las estructuras políticas e institucionales constituyen un freno para ese crecimiento. O sea, la revolución no surge de la miseria sino de la abundancia que no puede seguir avanzando porque se lo impiden las viejas estructuras sostenidas por las élites privilegiadas. Eso ocurrió en la revolución inglesa, la norteamericana, la francesa y la rusa, entre otras. Y claro está, también en la revolución cubana.
La isla en los años 50 era el país más avanzado de América Central, con gran desarrollo económico y social. Sin embargo la dictadura de Batista ponía ese desarrollo al servicio de las oligarquías y la desigualdad se mantenía firme.
Por eso la asonada, el primer día de 1959, de Fidel, el Che Guevara y Camilo Cienfuegos, entre varias decenas de jefes revolucionarios más, fue muy bien vista por el mundo en general, incluyendo EEUU que la saludó alborozado. Pero al poco tiempo, más que modernizar las instituciones para ponerlas al día con el crecimiento económico, Fidel decidió cambiarlas por otras, estatizando prácticamente todo y declarando socialista a la revolución.
Frente a esto EEUU le quitó su apoyo, lo que hizo que la isla recogiera, en plena guerra fría, toda la colaboración soviética. Desde esos primeros conatos hasta ahora, bien entrado el siglo XXI, Fidel Castro fue el conductor de una gesta política donde la leyenda y la realidad se confundieron en una forma acabada y total. La pequeña isla devino un modelo mundial, tanto para ser amado como repudiado.
Su enfrentamiento con EEUU a escasos kilómetros del imperio y debido a sus diminutas dimensiones, hizo que se lo comparara con la gesta de David contra Goliath, o con las guerras de los espartanos contra los persas. Aun con su ateísmo ideológico, los cubanos revolucionarios se ocuparon de dar dimensiones no sólo míticas sino también religiosas a su proceder. Fidel apareció, y se mantuvo durante medio siglo, como una especie de Moisés que trajo las “Tablas de la Ley” y las tradujo a cada etapa histórica de la revolución.
Mientras, el Che Guevara se mostró como un Cristo revivido que quería hacer una revolución más ética que material y que deseaba volverla ecuménica llevándola a todos los pueblos de la tierra.
Claro que una cosa son las palabras y otra los hechos. Para estimular el trabajo de los cubanos más con la solidaridad proletaria que con los estímulos materiales, debió reprimir a todos los disidentes, ya que los que no eran idealistas eran forzados a serlo. La libertad cultural que se suponía venía a traer la revolución, a medida que fue avanzando, se convirtió en pura censura porque la palabra del líder era la única ley y no podía ser contradicha.
Por eso tantos intelectuales cubanos que apoyaron los primeros pasos de la revolución, fueron encarcelados o marcharon al exilio. Por otro lado, trasladar la revolución fuera de Cuba fue un gran error histórico, porque lo que ocurrió en la isla fue una excepción, no un modelo. Por eso no prendió en Africa ni en América Latina, tanto que su principal exportador, el Che Guevara, murió en el intento, teniendo en Bolivia su crucifixión y el inicio de su mito.
Cuando uno visita el Museo de la Revolución en Cuba se observa que todos los jefes revolucionarios que acompañaron han desaparecido de las fotos, de la memoria histórica, porque a casi todos los eliminó Fidel, excepto a Camilo Cienfuegos que murió en los inicios y al Che, porque se fue a hacer la revolución por el mundo ya que, si se hubiera quedado, hubiera inevitablemente entrado en cortocircuito con Fidel, quien identificó la revolución con su persona de un modo absoluto, al modo de un típico caudillo latinoamericano, que es lo que realmente fue siempre.
Pero más allá de la valoración que se pueda hacer de Castro, es innegable que fue un político excepcional que no sólo nació en la época de oro de la política del siglo XX, sino que supo remar en las aguas más adversas salvando a su revolución de las muertes más anunciadas. Si bien David para pelear contra el Goliath norteamericano contó con el apoyo del Goliath soviético (quien además le dio todo el dinero necesario para hacer sobrevivir la revolución y lograr importantes aportes sociales para el pueblo a pesar de su absoluta ineficiencia económica), lo más notable de Cuba fue habérselas arreglado para sobrevivir a la caída de la URSS. Eso fue obra de la mano maestra de Fidel quien supo conducir el país en los años 90, tiempos de gran miseria y cuando todo el mundo le marchaba en contra.
Luego, ya entrado el siglo XXI consiguió el apoyo de Hugo Chávez y finalmente, no poniendo la cara directamente él sino haciéndosela poner a su hermano Raúl, empezó a construir un sucedáneo del modelo comunista chino con la esperanza de mantener a la élite comunista en el poder pero abriéndose por dentro en parte al capitalismo y rompiendo el enfrentamiento secular con los EEUU.
Fue una obra titánica la suya. Políticamente supo cabalgar y conducir la revolución cuando los vientos le eran propicios, pero luego se enfrentó contra la historia cuando marchaba en contra suya y aún así pudo salir airoso. Hasta que en sus últimos años intentó construir algún tipo de sucesión para que el régimen lo sobreviviera, cosa que desde hoy veremos si es posible o no, porque lo más difícil de los regímenes cerrados ha sido siempre, el de asegurar su continuidad.
Más cuando luego del acercamiento al mundo liberal construido entre Raúl Castro, Barack Obama y el Papa Francisco (con la anuencia indirecta del Fidel “Moisés” que mientras decía defender las tablas tradicionales de la revolución, guiñaba un ojo en señal de OK), ahora aparece en el horizonte el fenómeno Trump que planea volver todo lo que se pueda hacia atrás.
Visitar hoy Cuba, en especial La Habana, es ver la obra entera construida por Fidel Castro como si se tratara de capas superpuestas de tiempos muy diferentes entre sí, que sólo están unificados por él. Una ciudad y un país tan identificados con la leyenda que Castro quiso forjar que cada turista ve lo que quiere ver, según sus preconceptos. Puede llorar porque aún por allí sobreviven restos profundos del sueño de la revolución perdida o, por lo contrario llorar por la digna pobreza de su gente.
La ciudad parece recién salida de una guerra, con la mitad de sus edificios destruidos. También parece vivir aún en la década del 50, sobre todo por sus autos. Claro que si uno viaja a Varadero y a sus hoteles “all inclusive”, le vendrán reminiscencias de los tiempos de Batista, con los cubanos mirando por el vidrio cómo disfrutan los ricos de afuera, o con profesores de historia trabajando de mucamas en los hoteles. Hay también horribles monumentos edificados durante la era soviética y cientos de personas pidiendo ayuda económica a los turistas que bajan de los micros, pero vestidas como de clase media, con alta cultura y buena salud.
Además están la alegría y el canto de casi todos los cubanos, que adoran al Che mucho más allá de la política, como lo adoran a Maradona en Nápoles. Constituyen esos dos argentinos, dos estampitas casi sagradas porque de alguna manera universalizaron a esos pueblos. Mientras que los más jóvenes, tan despolitizados como en el resto del mundo, ven a Fidel tal cual un papá gruñón y un tanto anticuado, pero que forma parte de la naturaleza de las cosas. Ya era estatua antes de morir y, con su muerte, la leyenda se seguirá alimentando per sécula seculorum.