El tucumano más conocido del mundo - Por Guillermo Victoria

El tucumano más conocido del mundo - Por Guillermo Victoria
El tucumano más conocido del mundo - Por Guillermo Victoria

¿Dónde está el Gorilaco?, preguntó alguien.

Todos levantamos la vista buscándolo, pero efectivamente no estaba en la mesa.
Ni en el living. ¿Dónde se habrá ido?

Pasaron cinco, diez minutos. Y el Gorilaco no aparecía. Me levanté de la mesa y fui a la parrilla (estábamos comiendo un asado bien argentino) y lo busqué. Nada. Si no estaba en el piso de arriba, debía estar abajo. Pero no dejaba de ser una situación, al menos, extraña.

Porque el “Gorilaco” era César Pelli, con el tiempo, el tucumano más conocido del mundo. Desde muy chico había sido  amigo de mi papá, en San Miguel de Tucumán de los años ’30. Se habían criado juntos hasta que Pelli, ya recibido de arquitecto, emigró a Estados Unidos por una beca. Su idea era estar nueve meses y volver.

A partir de ahí, la historia conocida: no sólo no volvió, sino que fue el primer decano latino de la Facultad de Arquitectura de Yale (entre 1977 y 1984), se consagró como el Arquitecto Más Influyente en 1991 y la Asociación Americana de Arquitectos le otorgó la Medalla de Oro. Todos sabemos que diseñó varios de los edificios más elevados y bellos del mundo (entre ellos las Torres Petronas de Kuala Lumpur en Malasia, que desde 1998 y hasta mediados de 2003 fueron las construcciones más altas del planeta, con 88 pisos y una altura de 452 m).

Pero no es eso lo que quería contar en estas líneas que escribo a pedido del diario Los Andes. Se han escrito cientos de artículos a propósito de su fallecimiento hace pocos meses (12 de julio pasado), en los que  su labor profesional está descripta al detalle.
Volviendo a la noche del asado, fui a buscar al "Gorilaco" (así le decían sus amigos en Tucumán, dado que su altura y cuerpo desgarbado lo asemejaban a un personaje de la tira Popeye llamado "Gorilaco").

Mientras bajaba por la escalera, escuché su voz aguda, con acento tucumano, que le decía a mi hijo Marcos, de 12 años entonces,  “Ese lo hice yo”. Pensé, ¿de qué estarían hablando?

Cuando terminé de bajar, no podía creer lo que veía. Estaban los dos acomodados frente de la computadora, en un escritorio para niños con sillitas bajas, con lo cual Pelli se había tenido que sentar a un metro de distancia, ya que otra forma sus rodillas hubieran chocado contra el mueble (media más de 1,90 m).

Marcos le estaba enseñando un jueguito de computadora que permitía “construir” rascacielos. Los dos se divertían como chicos. Y en ese momento Pelli le decía, con una sencillez increíble, “Ese lo hice yo”.

Estábamos en Miami. Mis padres nos habían ido a visitar y aprovecharon para invitar a Pelli, que vivía en New Heaven (estado de Connecticut). Hacía muchísimo que no se veían, aunque habían mantenido un fluido intercambio de cartas durante todo ese tiempo. Siempre recuerdo el orgullo de papá cuando me decía “llegó carta del ‘Gorilaco’”.

Eran cartas muy cariñosas y divertidas, en las que contaba anécdotas familiares, con una letra grande y bella. De vez en cuando le mandaba libros con fotos de sus obras. Y mi papá a su vez le hacía llegar recortes de las notas de diarios y revistas de Argentina en las que él aparecía.

Ese primer contacto con él sirvió para darme cuenta que el Pelli que mostraban las entrevistas (risueño, afable, de mirada de niño) era el Pelli real.

Mi padre lo recuerda como un amigo leal y divertido. Siempre nos contaba que no era bueno para los deportes, pero su inteligencia era claramente superior. En la primaria, en la secundaria, en los juegos de “naipes” (como les llamaban), César era por lejos el que brillaba.

A los 16 años terminó el secundario y no tenía mucha idea qué estudiar. Eligió Arquitectura porque le gustaba mucho dibujar y le apasionaba la historia. Siempre dijo que el cuerpo de profesores de la Facultad de Arquitectura de Tucumán, en la época en que él estudió (entre 1945 y 1949) era excepcional. Y que había tenido la suerte de ganar una beca y estudiar con algunos de los arquitectos más brillantes de EEUU.

Y ahí estaba, en mi casa, sonriente, siempre sonriente. Cada vez que terminaba una oración, su boca se abría en una ancha sonrisa. Contaba anécdotas simples y graciosas de su niñez en Tucumán que invariablemente terminaban en una carcajada suya, como riéndose para adentro. Como la vez que subieron  la Sierra del Aconquija con mi papá y llego un momento que no podían subir ni bajar. Y que mi papa lo había “salvado”. Todavía no me explico cómo, ya que Pelli le llevaba más de 30 cm de altura. O aquella vez que decidieron irse caminando muy temprano desde San Miguel a Graneros (120 kilómetros) siguiendo la vía del tren y sin avisar a nadie. Un camionero los levantó por la tarde cuando ya las familias de los dos habían empezado una búsqueda desesperada.

Recuerdo esa noche en casa que Pelli, tenía una pequeña cámara de fotos (las fotos de los celulares era todavía muy malas) y sacó muchísimas. Aprovechaba cuando uno estaba distraído y ¡¡¡zas!!! te sacaba una foto. Yo no podía creer que Pelli, el famoso Pelli, me sacaba fotos a mí mientras hacia el asado, o a mis hijos cuando jugaban en la terraza. Esto también era parte de su personalidad humilde.

Después de ese asado, vino muchas veces más a Miami solo para pasar unas horas con mi padre.

Salía el sábado al mediodía de su casa en New Heaven a New York (alrededor de una hora). Allí tomaba un avión a Miami (3 horas) adonde llegaba ya terminando la tarde.
Ese día no lo veíamos. Al otro día yo lo llevaba a mi padre a desayunar al hotel donde se alojaba (habitualmente el Delano en Miami Beach) y desayunaba con ellos. Los dejaba todo el día. Los buscaba por la tarde y lo llevaba al aeropuerto, donde partía y hacía el viaje inverso. Sacando cuentas, estaba fuera de su casa por casi dos días para estar unas horas con papá, a pesar de no haberse visto por más de 60 años.

Recién ahora, y después de leer todo lo que se escribió de él y de escuchar tantas entrevistas, me doy cuenta del privilegio que fue poder pasar esas horas junto a él.

Escuchando los cuentos y anécdotas simples que se contaban con mi padre y verlos reírse como seguramente se habían reído hacía tanto tiempo. Quizás ese era su secreto.

Que nunca dejó de ser niño. Y que en lugar de quedarse en una sobremesa con los “grandes” prefería ir a jugar con un chico a un jueguito de computadora.

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