El tiburón interior

Los sucesos de Charlottesville confirman que en lo más oscuro de nuestros corazones hay un animal salvaje que puede aflorar en cualquier momento.

El tiburón interior

He sido profesora invitada de la Universidad de Virginia (Estados Unidos) en un par de ocasiones. En total he residido allí, en Charlottesville, unos nueve meses. Es la misma Charlottesville que mientras escribo esto se estremece de dolor y de furia bajo el estado de emergencia. Una pequeña ciudad que para mí era el símbolo perfecto de la civilidad y de la cultura. La prestigiosa Universidad pública de Virginia, la UVA, fue fundada en 1819 por Thomas Jefferson, tercer presidente de Estados Unidos, principal autor de la Declaración de Independencia y un personaje fascinante, un ilustrado de descomunal inteligencia, filósofo, político, abogado, arqueólogo, paleontólogo, erudito, músico y arquitecto, entre otros torrenciales conocimientos. Él diseñó personalmente la bellísima universidad, un conjunto de edificios de exquisito equilibrio que la Unesco ha declarado Patrimonio de la Humanidad. El campus de ladrillo visto y columnas blancas, conmovedor por su sencillez y su armonía, parece evocar el sosegado esplendor de una mente bien ordenada.

Además Jefferson levantó allí cerca su propia casa, Monticello, una elegante mansión que llenó de los ingeniosos aparatos que él mismo inventaba: puertas automáticas, soportes rotatorios para libros que permitían leer varios ejemplares a la vez o un artefacto que me cautivó y que hacía una copia inmediata de cualquier manuscrito. Con todo esto sólo pretendo dar una pincelada de la atmósfera del lugar; de la sensación que me produjo Charlottesville de ser un pequeño hito histórico del progreso del mundo, un remanso de cordura democrática.

Fue aquí donde Jefferson escribió, en el borrador de la Declaración de Independencia, que todos los hombres han sido creados iguales y que la libertad es un derecho inalienable. Pues bien, ahora el eminente hispanista David T. Gies, profesor de la UVA, me cuenta que docenas de bárbaros racistas con antorchas inundaron de odio ese campus sereno manifestándose ante la blanca cúpula de Jefferson:

“Es Trump, que ha abierto la caja de Pandora y soltado a los diablos de la maldad”.

Y es verdad. Es sin duda Trump, con su agresividad y su odio manifiesto a todo el que no piensa como él (es decir, a la casi totalidad del mundo) quien está fomentando estos estallidos de violencia criminal y racista, porque de algún modo los valida y los coloca en el mismo lugar de aceptación que cualquier otra idea. De hecho, al principio equiparó a los supremacistas con los manifestantes que se enfrentaron a ellos, y sólo fue dos días más tarde, y obligado por el escándalo, cuando condenó a los racistas de manera explícita. Pero hay algo más que nos debería enseñar a ser cautelosos, y es la facilidad con que prende la yesca de la locura. Por debajo de las aguas más serenas transitan tiburones, como demostró el aterrador conflicto de Yugoslavia. Verán, ese Jefferson sin duda genial que hablaba de la igualdad y la libertad de los hombres no pensaba lo mismo de las mujeres, desde luego, y, además, excluía de su proyecto a los indios americanos y a los negros, a los que consideraba tan sólo medio humanos. Tuvo 600 esclavos a quienes permitió e incluso ordenó maltratar. Y aunque le parecían una subespecie, eso no le impidió tener a una esclava como concubina y hacerle seis hijos. Ver estas contradicciones atroces en alguien tan inteligente produce aún más repugnancia. Y no recurramos a la torpe disculpa de la mentalidad de otra época: en todos los tiempos hubo voces en contra de la esclavitud. Por no mencionar que estos prejuicios siempre redundan en beneficio del prejuicioso: sin esclavos, Jefferson no hubiera sido tan rico.

Lo que quiero decir es que la oscuridad está en todos nosotros. En lo más profundo de nuestros corazones deambula un tiburón al que el esfuerzo ímprobo de millones de personas a lo largo de siglos ha conseguido ir encerrando en una jaula de derechos democráticos. Nos esforzamos por ser mejores de lo que somos, y eso nos honra; pero siempre, por debajo de la calma, está el abismo. Por eso es tan fácil que energúmenos como Trump produzcan un efecto tan tremendo; y por eso hay que tener mucho cuidado (como, por ejemplo, en la escalada del independentismo catalán) para no abrir la puerta de las tempestades.

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