Por Umberto Eco - Servicio de noticias The New York Times - © 2015
Recientemente, estaba caminando por la acera cuando vi a una mujer que se acercaba a mí. Su rostro estaba pegado a su teléfono celular y no veía por dónde iba. Si yo no me hacía a un lado, chocaríamos. Como soy en secreto una persona malvada, me detuve repentinamente y me di la vuelta. La dama chocó con mi espalda, dejando caer su teléfono.
Rápidamente se dio cuenta de que había topado con alguien que no podía haberla visto y que ella debería haber sido quien se apartara. Balbuceó una excusa, mientras yo amablemente le decía que no se preocupara porque estas cosas pasan todo el tiempo en estos días.
Espero que el teléfono de la mujer se rompiera cuando lo dejó caer y aconsejo a quienes se encuentren en situaciones similares que se comporten como yo lo hice. Por supuesto, pienso que los usuarios compulsivos de teléfonos deberían ser estrangulados al nacer, pero no todos los días hay un Herodes.
Y aun cuando castiguemos a estas personas en su edad adulta, probablemente nunca comprenderán las profundidades del abismo en el cual han caído. Al final, persistirán en su molesto hábito sin importar lo que nosotros hagamos.
Estoy muy consciente de que se ha escrito mucho ya sobre el uso de los teléfonos celulares, así que no hay mucho que yo pueda añadir aquí. Pero si pensamos en ello con claridad por un momento, simplemente es asombroso que casi todos hayamos caído presa del mismo frenesí.
Apenas sostenemos ya conversaciones cara a cara; ni reflexionamos sobre los temas apremiantes de la vida y la muerte, o siquiera vemos hacia el campo cuando pasa frente a nuestra ventanilla. En vez de ello, hablamos obsesivamente en nuestros teléfonos celulares, rara vez sobre algo particularmente urgente, mientras malgastamos la vida en un diálogo con alguien a quien ni siquiera podemos ver.
Hoy estamos viviendo en una era en la cual, por primera vez, la humanidad se las ha ingeniado para realizar uno de lo tres deseos perdurables que durante siglos solo la magia pudo satisfacer. El primero es la capacidad de volar; no abordando un avión sino con nuestros propios cuerpos, agitando los brazos.
El siguiente es la capacidad de afectar directamente a nuestros enemigos -o nuestros seres queridos- clavando alfileres en muñecos o pronunciando palabras esotéricas.
Y el tercero es la capacidad de comunicarnos instantáneamente a grandes distancias. Siempre hemos querido un genio o algún objeto mágico con el poder de transportarnos en un instante de Frosinone a Pamir, de Innisfree a Tombuctú, o de Bagdad a Poughkeepsie. Y ahora lo tenemos.
¿Por qué la gente se ha inclinado tanto hacia las prácticas mágicas a lo largo de los siglos? La prisa. Las promesas mágicas de que se puede saltar instantáneamente de la causa al efecto -del punto A al punto B- a través de una especie de cortocircuito, sin dar ningún paso intermedio. Pronuncio una fórmula y transformo el hierro en oro. Convoco a los ángeles y envío mensajes a través de ellos.
La fe en la magia no se desvaneció con el advenimiento de la ciencia. No, nuestro deseo de inmediatez simplemente se transfirió a la tecnología. Si uno presiona un botón en su teléfono celular en Roma, en segundos está hablando con un amigo en Sidney.
Sabemos que la ciencia y la tecnología avanzan lentamente a través de una investigación cuidadosa; y sin embargo queremos una cura para el cáncer en este momento, no mañana. Así que, en vez de esperar por años, ponemos nuestra fe en el doctor-gurú que nos ofrece una poción milagrosa que funciona instantáneamente para curar nuestros males.
La relación entre nuestro entusiasmo por las conveniencias tecnológicas y nuestra inclinación por el pensamiento mágico es muy cercana, y está ligada profundamente a la esperanza religiosa que ponemos en la acción relámpago de los milagros.
Durante siglos, los teólogos nos han hablado sobre los misterios argumentando que son concebibles pero incomprensibles. La fe en los milagros nos muestra lo numinoso, lo sagrado y lo divino que funciona sin demora.
¿Puede ser que haya una conexión entre quienes prometen una cura instantánea para el cáncer, místicos como el Padre Pío, los teléfonos celulares y la reina malvada en “Blanca Nieves”? En cierto sentido la hay. La mujer al inicio de mi artículo estaba viviendo en un universo de cuento de hadas, encantada por el teléfono celular que llevaba al oído en vez de un espejo mágico.