En una sesión del pasado diciembre el Consejo Superior de la Universidad Nacional de Cuyo decidió eliminar las imágenes religiosas del campus. Legitimó de este modo el proceder inconsulto de un puñado de sectarios y violentos durante la toma de agosto. Si se hubiera seguido una elemental lógica institucional, primero se deberían haber repuesto las imágenes y posteriormente se hubiera abierto la discusión sobre su remoción. Se confirma así la eficacia de las prácticas violentas. Eso es algo que no puede extrañar: hace rato que la universidad pública se mueve a golpes de extorsiones y medidas de fuerza.
Son muy interesantes las consideraciones del Rector Pizzi sobre esta decisión: “Esta Universidad, con 79 años de historia, es reflejo de la sociedad mendocina que la cobija. Numerosas generaciones de estudiantes se han formado aquí en un marco de paz, coherencia y heterogeneidad de ideas y credos. Y tal como los principios de la Reforma de 1918 postulan, la Universidad Nacional de Cuyo es pública y laica. Hoy más que nunca, está firme en la defensa de la democracia y de la construcción de conceptos que comulguen con criterios diferentes.” Es curioso el criterio que aplica: para que coexistan todas las ideas y creencias, ninguna puede expresarse públicamente. La universidad configura un espacio “neutro” en materia de sesgos ideológicos o de fe, lo que no deja de ser altamente problemático.
Pero no es este principio lo que quiero analizar, sino si las autoridades de la UNCuyo lo aplican de forma regular y sin excepciones. Si se atiende al espacio público universitario, pueden verse murales y pintadas que expresan no solamente ideologías sino también creencias (ver foto) y hasta dogmas de diversa índole, como el de la educación universitaria pública gratuita, que tantos males y confusión ha traído a nuestras casas de estudio. ¿Habrán reparado las autoridades que es preciso eliminarlas tal como se hizo con las imágenes religiosas, o el asunto se define en términos de fuerza y capacidad de presión? El asunto excede la dimensión material del espacio universitario. En abril de 2018, el Rector Pizzi firmó el documento público del Consejo Universitario Nacional en apoyo al proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo que se discutía por entonces en el Congreso de la Nación. ¿Presión del lobby de los rectores o convicción personal? Poco importa.
Pizzi empleó ilegítimamente su investidura institucional para suscribir un proyecto apoyado por un grupo de legisladores y sobre el cual existía y existe una fuerte polarización en la sociedad argentina. No lo hizo a título personal: comprometió a la UNCuyo, una institución pública en una discusión sobre la que no debía pronunciarse. No es casual que con ocasión de la elección de autoridades en junio de 2018 tanto en las listas oficialistas como en las opositoras aparecieran los candidatos luciendo pañuelos verdes como estrategia de campaña -señal que constituía un recurso de persuasión para una parte del electorado universitario- introduciendo una controversia que en esos términos y en ese contexto era distorsivo y ajeno a la agenda institucional. Ni es casual que los medios de prensa de la universidad se volcaran en franco apoyo del proyecto, reduciendo la presencia de la posición contraria casi a un mero asiento de inventario.
Tampoco parece que Pizzi haya acertado en observar el principio de neutralidad ideológica que él mismo propugna cuando se sumó a la marcha que se presentó como defensa de la educación pública, cuando en realidad disimulaba un reclamo salarial docente. No parece una conducta razonable intentar representar a la vez el reclamo sectorial y la instancia de gobierno institucional que debe responder a ella. El rector Pizzi parece no entender las responsabilidades y las exigencias del cargo que posee. En nuestro país las instituciones públicas vienen siendo erosionadas sistemáticamente en sus funciones específicas.
La responsabilidad, en casi todos los casos, es de sus autoridades. Frecuentemente quienes gobiernan confunden la misión de las instituciones con la voluntad de las mayorías (reales o supuestas) que las componen. Es la forma más sutil y peligrosa de corrupción, puesto que siempre contará con un amplio apoyo interno importante dispuesto a defender a quienes son responsable de ella. Si se quería aportar desde la universidad al debate nacional sobre el aborto, se debería haber organizado un ciclo de conferencias, paneles o foros de discusión, sin exclusiones ni sesgos ideológicos, en los que se mostraran los diversos abordajes disciplinares y la toma de posiciones respecto del problema, desde una perspectiva académica y científica. Eso, y no la vulgar militancia que aplanó y avasalló la rica complejidad de la universidad, hubiera sido una verdadera contribución institucional a la controversia. El espíritu de facción prevaleció. Si el rector Pizzi realmente se hubiera propuesto ayudar a resolver el conflicto docente, debería haber asumido su rol de autoridad, evitando confusiones, malos entendidos y posicionamientos inconducentes.
En un contexto de conflicto uno puede constituirse en (o identificarse con) alguna de las partes contendientes o también -si busca superarlo- adoptar una tercera posición. Lo que no puede hacer es ocupar a la vez la posición de los dos bandos enfrentados, ser oficialismo y oposición. Aunque no parezca a simple vista, también en este caso prevaleció el espíritu de facción. Usualmente se menciona la crisis de las instituciones como uno de los males que nos aquejan como sociedad. Es decepcionante comprobar que quienes se presentaron como los campeones del respeto a las instituciones prosigan con prácticas que perpetúan su degradación. El mal, como puede verse, está mucho más arraigado de lo que parecía.
Es poco realista suponer que estas prácticas irregulares en la universidad sólo se dan en el ámbito de sus intervenciones en la esfera pública o en sus resoluciones que toman estado público. Y es ilusorio esperar que la solución provendrá de la dinámica interna de tales organizaciones.