Durante buena parte de la historia europea, el imperio fue el arreglo político normal: grande, políglota, multiétnico y con el tiempo multirreligioso, con un monarca en la cúspide y una confederación a empujones por debajo de él.
Después llegaron la modernidad, la democracia y el nacionalismo y las “naciones”de Europa -mitad reales, mitad inventadas- exigieron autodeterminación y autogobierno.
De 1914 a 1945 (con un acto final en los Balcanes en los años noventa), esto condujo a desastres históricos mundiales, exterminios masivos, guerras despiadadas por la supremacía. Pero de esos conflictos surgió una especie de orden híbrido. Las naciones europeas tendrían autogobierno, dentro de fronteras trazadas por la guerra y el exterminio étnico. Pero estarían supervisadas por algo así como un imperio post-moderno, una burocracia imperial sin emperador: la Unión Europea.
El marginal, como siempre, fue el Reino Unido. Al igual que sus rivales, el Reino Unido perdió sus colonias de ultramar pero conservó su imperio interno, las diversas naciones -inglesa, escocesa, galesa e irlandesa del Ulster-, que siguen teniendo una bandera y una corona en común. Como corresponde a su condición anacrónica, Gran Bretaña se ha mantenido en cierta forma distanciada del imperio post-moderno de la Unión Europea, integrada en la Unión pero no en la moneda común.
Estos arreglos característicos han sido buenos para el Reino Unido en general. Seguir siendo un reino unificado ha ampliado su influencia global y estar dentro de la UE, aunque no de lleno, le ha ahorrado los peores problemas causados por el euro en el continente.
Pero ninguno de esos arreglos puede durar mucho tiempo. En la prensa, las elecciones británicas de la semana pasada fueron una gran victoria para los conservadores de David Cameron. Pero los ganadores de fondo fueron las fuerzas del nacionalismo escocés e inglés, que de pronto tienen contra las cuerdas al Reino Unido como lo conocemos.
La historia escocesa es la más notable, pues desde hace diez años la independencia escocesa parece ser una ocupación de chiflados y, después de haber perdido el referendo del año pasado, se supondría que los nacionalistas ya llegaron hasta donde podían llegar.
En cambio, el referendo escocés parece haber afectado la política escocesa más que su resultado técnico. Como dijera la semana pasada el escritor escocés Alex Massie, en Escocia "el nacionalismo es nuestra religión laica" y la política de identidad de pronto “derrota a todos los participantes”. A todos menos a tres, como parece ser. En la votación del jueves, los nacionalistas se llevaron 56 de los 59 asientos parlamentarios de Escocia, convirtiendo de hecho al norte de la isla en un estado de partido único.
Lo que los nacionalistas escoceses quieren a fin de cuentas es cambiar la Union Jack por la oferta posmoderna de la Unión Europea: un autogobierno de raíces étnicas, bajo una cúpula supranacional distante, más que una unión política que puede respaldar guerras o recortes presupuestales a los que se opone la mayoría de los escoceses. No todos los escoceses que votaron por los nacionalistas la semana pasada están dispuestos a apoyar esta visión. Pero la fuerza de la unión claramente se está debilitando en el norte. Mientras tanto, en el sur, una especie de nacionalismo más inglés quiere salirse por completo de la Unión Europea y sospecha que los escoceses consiguieron un acuerdo demasiado favorable dentro del Reino Unido tal como está. Ése es el espíritu que se manifiesta en el Partido Independentista del Reino Unido (UKIP), formación populista y antiglobalista que le ha quitado votos a la izquierda y a la derecha, así como a la base Tory.
Los dos nacionalismos, del norte y del sur, pueden alimentarse uno del otro. Aunque sea a regañadientes, el gobierno tendrá que darle una satisfacción al sentimiento del “pequeño inglés” (xenófobo y nacionalista). Prometió un referendo para 2017 sobre la membresía de Gran Bretaña en la Unión Europea. Esto confirmaría a los nacionalistas escoceses en su enajenación, en su deseo de regirse solos y por sí mismos.
En el papel, los argumentos contra la desunión y la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea parecen poderosos. Los escoceses quieren obtener beneficios significativos de su unión y la visión nacionalista de Escocia como una Noruega con kilt, rica en petróleo y socialdemócrata, probablemente no sobreviviría al contacto con la realidad de la independencia.
Abandonar la estrategia británica hacia Europa de “hasta aquí y nada más” y salirse de la Unión Europea significaría ceder influencia económica y política (muy probablemente a Francia) por buscar ganancias inciertas.
Pero estos son argumentos prácticos y en ocasiones la política necesita algo más. Los nacionalistas de Escocia y de Inglaterra, en diferente manera, ofrecen una visión de comunidad política como objeto de creencia, un fin en sí mismo.
Contra ese tipo de mensaje no basta con defender el orden actual sin derramamiento de sangre, con decir: "Sí, es anacrónico tener un imperio en miniatura en estos tiempos, pero en verdad los beneficios netos hacen que valga la pena."
Más bien habría que argumentar en favor de una Gran Bretaña. Habría que invocar el pasado del Reino Unido, a horcajadas del mundo entero, que los escoceses, en no menor medida que los ingleses, apoyaron y murieron defendiendo, con algo más que una incómoda sensación de bochorno. Habría que argumentarles a esos “pequeños ingleses” que el presente de la Gran Bretaña es multicultural y orientado a Europa y que se puede ser fiel a ese pasado y no simplemente enterrarlo. Habría que demostrar que un imperio liberal, no menos que una patria étnica, puede ser algo real y arraigado; algo que se sienta en “la sangre y las tripas”, como dijo Massie durante el referendo escocés, "el hueso y la médula de nuestra vida".
Yo soy yanqui; no tengo por qué presentar estos argumentos. Pero si nuestros primos no pueden encontrar líderes que sustenten esos argumentos, ya no habrá Gran Bretaña.