Casi dos años atrás, el gobierno de Mauricio Macri proponía una reforma al sistema de actualización de las jubilaciones y pensiones, conocido como movilidad. En medio de fuertes críticas de la entonces oposición se planteó una fórmula compuesta por 70% IPC y 30% índice de salarios.
Las actualizaciones son trimestrales pero toman la base del semestre anterior. Dado que la inflación estuvo subiendo, la fórmula no permitía empatar a la inflación, pero en 2020 se espera una caída al 40% y ahí hubiera habido una actualización del 55%. Ya todos venía advirtiendo que era insostenible la indexación jubilatoria porque realimentaba la inflación puesto que su pago representa más del 50% de las erogaciones del Estado.
La Argentina padece un problema estructural desde los comienzos del sistema, cuando se acumulan muchos fondos porque son pocos los beneficiarios. Lo que se debe hacer es resguardar esos recursos en ahorros de largo plazo para que estén disponibles cuando vayan aumentando la cantidad de prestaciones.
En nuestro país esa cantidad de fondos fue vista sin proyecciones, y por eso se prometieron cosas imposibles. Primero fue el 82% móvil, una ecuación imposible de cumplir. Luego se fueron dando regímenes especiales de jubilación para distintos cargos públicos (legisladores, ministros, embajadores y otros). Después las presiones corporativas generaron nuevos regímenes que benefician a jueces, docentes, investigadores y muchos otros sistemas, mientras se iban aumentando las contribuciones que debían pagar las empresas para solventar el sistema.
Todo funcionaba, ya que la tasa de longevidad casi no crecía hasta la década de los ‘80, mientras la tasa de natalidad era buena. Eso aseguraba posibilidades a futuro. Pero cuando se implantó el sistema de las AFJP, fracasó porque las administradoras se quedaban con el 30% de los aportes y el fondo jubilatorio crecía poco, a la par que estaba sometido a altos riesgos en inversiones. Pero cuando se salió del sistema, el gobierno no devolvió los ahorros previsionales y con eso creó el Fondo de Garantía de Sustentabilidad.
La nueva ley propuesta prevé suspender los sistemas de actualización jubilatoria, tanto para el régimen normal como para algunos especiales, pero nada dice respecto de los preexistentes de los que gozan jueces y ex ministros y legisladores nacionales.
En realidad, el sistema implosionó cuando la ex presidenta Cristina Fernández concedió el beneficio a más de 2 millones de personas que nunca habían aportado. Esto terminó por desfinanciar a un sistema que venía mal porque una de las herencias de las crisis anteriores fue el crecimiento del empleo informal ante las mayores cargas patronales.
El sistema está quebrado y no se ven soluciones a corto plazo. Lo cierto es que hay que ir a uno nuevo. Para eso habría que solucionar temas que encontrarían choques con modelos culturales muy enraizados, difíciles de remover. En principio, para que las empresas decidan contratar trabajadores registrados, hay que bajar la carga sobre la nómina salarial y generar un blanqueo de trabajadores para ser incorporados formalmente al sistema. Hoy el Estado, en distintas jurisdicciones, tiene una gran cantidad de empleados no registrados.
Además, no hay que perder de vista el aumento de la longevidad. Según datos actuariales, la edad promedio de sobrevida ya alcanza los 75 años a los hombres y 79 a las mujeres. Según cálculos de la OCDE, los países desarrollados ya tienen 30 de cada 100 habitantes de más de 60 años y en 20 años más, se llegará al 50%.
Argentina tiene una ventaja demográfica porque aún posee tasas de natalidad superiores a las de países desarrollados, pero los altos costos laborales son una barrera para que esas personas se incorporen al sistema y puedan hacer aportes.
Este es uno de los grandes desafíos de futuro que tiene la actual dirigencia política.