El sexo a los sesenta

El sexo a los sesenta

Toda promoción de un libro es una experiencia trituradora, y muy agradecida por ello, dicho sea de paso, porque si no lo fuera (es decir, si nadie quisiera entrevistarte, si nadie se interesara por tí), uno se sentiría infinitamente peor.

O sea que gracias de todo corazón. Pero el caso es que ahora estoy metida de cabeza en la promoción de mi última novela, y me está sucediendo algo profundamente desazonador que en realidad no tiene que ver con mi texto, aunque esté desencadenado por él.

Veréis, la protagonista de la novela, Soledad, una comisaria de exposiciones de 60 años, comienza el libro rompiendo con un amante y contratando a un gigoló de 32 para dar celos a su ex.

Como suele suceder, la cosa se complica y Soledad y el gigoló acaban enredándose. Perdonadme que hable tanto del libro, pero es necesario para poder entender lo que viene después.

Y lo que viene después es que un buen puñado de los periodistas que me han entrevistado, casi todos hombres, pero también alguna mujer, han hecho hincapié en lo raro que resulta que se hable “del sexo en una mujer de 60 años”.

Como si las mujeres sesentonas hubiéramos sobrepasado una barrera invisible de autodestrucción erótica, como si a una cierta e indefinida edad (me pregunto cuál sería: ¿a los 53, a los 55, a los 57?) el cuerpo de la mujer hiciera ¡puffff!, una implosión controlada. Se acabó, abajo periscopios, inmersión, ya no existe el sexo para ellas.

Debo decir que a mí todo esto me pilló en la inopia. O sea, algunos periodistas me dijeron en tono laudatorio: “Una cosa muy interesante de tu libro es que te hayas atrevido a tocar el tabú del sexo de las mujeres de 60”, y a mí se me abrieron los ojos como platos. Me quedé patidifusa, porque ni en lo más remoto de mi conciencia se me había pasado la idea de estar rompiendo ningún tabú.

Yo tan sólo me había propuesto hablar de la pasión y del deseo, punto. Que mi protagonista haya cumplido los 60 años tiene que ver con su miedo creciente a no llegar a conocer jamás el amor en su vida, porque cada día le queda menos tiempo por delante. Pero no altera de forma sustancial su relación con el sexo.

Y, sin embargo, ahí estaban todas esas personas indicándome con sus preguntas que mi personaje era una anomalía social y sexual, y que, por consiguiente, yo también lo era, puesto que no me había dado cuenta de su rareza.

Pero, claro, es que en mi mundo (que es el mundo real) eso es lo habitual. Conozco muchos hombres y mujeres en torno a esa edad, algunos más jóvenes, algunos más viejos, que siguen haciendo el amor todo lo que pueden, que siguen ligando, conquistando, añorando, desesperando, quemándose en las ascuas de la pasión carnal.

La verdadera vida es así. Y, si nos paramos a pensarlo un poco, advertimos que se trata de un prejuicio sexista. Por ejemplo, a nadie le extraña que Richard Gere se enamore y lleve una vida sexual muy activa (creo recordar que tiene una novia jovencita) y el hombre ya ha cumplido los 67 años. Pues a las mujeres, ya ven, nos sucede lo mismo.

El machismo hizo que la mujer fuera invisible: no contábamos en la historia, en las artes, en la ciencia, en el gobierno, y todavía hoy nuestro acceso a primera fila no es igualitario. Pero se diría que nuestra sexualidad, es decir, nuestra vida íntima y nuestro deseo, han sido especialmente ignorados y ocultados.

Desde siempre los tópicos populares han mantenido una imagen casi asexuada de la mujer, como si fuéramos medio frígidas. Ya saben, son esas señoras a las que supuestamente el sexo gusta poco y que alegan dolores de cabeza para no “cumplir” con sus maridos. Los estudios científicos, empezando por el clásico Masters and Johnson, han derrumbado muchos tópicos.

Por ejemplo, hay casi tantas mujeres infieles como hombres. Como también hay un buen número de mujeres mayores que mantienen en algún momento de sus vidas una relación sexual con hombres más jóvenes (y las ha habido siempre, aunque clandestinas: incluso la puritana reina Victoria de Inglaterra tuvo un amante menor que ella, Mr. Brown). Total, que ya va siendo hora de que nos hagamos cargo abiertamente de nuestros cuerpos.

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