Estamos rodeados de ruidos que se meten con nosotros sin pedir permiso, horadan nuestros oídos, nos producen malestar.
Algunos son inevitables. Si uno tiene cerca una obra en construcción es lógico que escuche martillazos o el rechinar de una sierra que está destruyendo algo para construir algo. Es inevitable (y necesaria) la sirena de una ambulancia, porque está diciendo en su idioma tan particular: “voy en busca de una vida para tratar de salvarla”.
Pero hay otros ruidos que nos molestan sobremanera. Cuando a alguien se le escapa la alarma del auto sin que al auto le pase algo (hecho común en el Centro) entra a ulular el vehículo de tal manera que es insoportable estar a media cuadra de donde ocurre el suceso.
Pongo el ejemplo de las motos que pasan por la calle con el escape libre, cosa que nos lleva a preguntar: ¿por qué está libre el dueño de ese escape?
Motos hay que no producen ruido por algún malestar interior de la máquina, cosa que podría aparecer como comprensible. Si el tipo no tiene un mango para ponerle combustible a la moto miren si va a tener plata para arreglarla. Pasa desparramando ruidos, pero pasa como puede.
Sin embargo, en algunas clases de estos artefactos con dos ruedas el ruido no es un desperfecto, es una condición. Es necesario, al tener esos vehículos, que el mismo haga ruido, espante. Como si fuera un alarido de maquinaria para hacer ver que encima de la maquinaria ruidosa va él, el dueño del andar y de los ruidos. Necesitan hacerse notar, esa es la cuestión. Es como si dijeran “Aquí estoy yo” para despertar ¿admiración? en todos aquellos que tienen la mala suerte de soportarlos. Uno está en el Centro parado con un amigo, conversando, entendiéndose con palabras y pasan estos “moto-angustiantes” y la conversación se pierde. Uno no acierta a entender lo que le están diciendo y aunque parezca exagerado, uno no entiende lo que uno mismo está diciendo.
Es una agresión a la comunicación ciudadana.
Sabido es que el auto es una de las grandes aspiraciones del tipo. Llegar a tener un cero kilómetro es su máxima ambición, pero se conforma con modelos menores si su presupuesto no da para gastar fortunas en movilizarse.
Consiguen, se consiguen, un auto y atraviesan con él los menesteres de los trámites y las gestiones que toda vida conlleva.
Pues hay algunos que pasan desparramando ruidos, ellos dicen que es música y posiblemente lo sea, pero a un volumen tan desorbitado que conmueve toda la cuadra por la que su auto ande atravesando.
Parecen llevar, dentro del auto, un equipo de audio que posiblemente cueste más que el auto y nos hacen a todos partícipes de su gusto.
No quieren oír, simplemente quieren que todos oigan, que todos los oigan. Pasan con los bajos golpeándote el corazón e impregnan de sonido todo el recorrido que menudamente hacen.
Y por supuesto la música que desparraman con escándalo no tiene nada que ver con la música que les agrada a todos aquellos que se ven obligados, impunemente, a participar del escándalo del melómano móvil.
Es parte de la contaminación sonora de toda ciudad y yo no sé por qué está permitida.
Porque no deja de ser una falta de respeto.
Uno está caminando tranquilamente por la calle, con esa parsimonia que solemos tener los mendocinos al caminar, y los escucha venir desde lejos. Los bajos ya le empiezan a golpear el bobo a la distancia. Se acercan y uno tiene que hacer esfuerzos para soportarlos, algunos se paran en su caminar para que pase rápido el desatino.
Es una agresión, como antes dijimos, pero sigue ocurriendo, todos los días. Pobres de los gorriones que tienen un canto tan menudo, nadie se da cuenta de ellos.