El robot como experimento estético

El ensayo del artista Ricardo Iglesias sobre arte robótico representa un hito, ya que no existía ningún texto que abordara esta disciplina que surge del ancestral interés del hombre por crear seres artificiales.

El robot como experimento estético

Una silla yace despedazada en el suelo. De pronto con dificultad los trozos de madera empiezan a moverse, se buscan, se encuentran y vuelven a ensamblarse hasta recobrar su forma.

El público participa del esfuerzo, se le nota en la respiración contenida y la mirada atenta, casi preocupada. Al final rompe en un aplauso espontáneo: pese a no ser antropomórfico, el robot ha conseguido establecer una relación con el humano e involucrarlo en su desafío. “The Robotic Chair”, de Max Dean, que se estrenó en la Bienal de Venecia de 1999, es una de las obras que aparecen en Arte y robótica.

“La tecnología como experimentación estética” (Casimiro, 2016), del artista y docente Ricardo Iglesias (Madrid, 1965), que acaba de ganar el Premio Internacional de Ensayo Madatac, otorgado en la 7ª edición del homónimo festival madrileño.

El ensayo representa un verdadero hito en la historiografía del arte robótico, porque hasta la fecha no existía ningún texto que abordara de forma didáctica y exhaustiva este fenómeno, no ya en español, pero ni siquiera en inglés o alemán.

“Por lo habitual, en los libros de arte y nuevas tecnologías hay un capítulo dedicado a esta disciplina. Sin embargo, la robótica, punta de lanza de muchos sectores, de la industria a la medicina, cuenta con una amplia y diversa dimensión artística que aún no ha desarrollado todo su enorme potencial”, indica Iglesias, que ha elaborado el ensayo a partir de su tesis doctoral, que también recibió un premio extraordinario de la Universidad de Bellas Artes de Barcelona.

“El hombre ha intentado reproducir la vida desde que tiene conciencia de esta y desde tiempos inmemoriales ha cultivado el sueño de crear unos seres artificiales capaces de hacerle la vida más fácil y agradable. Un deseo, cuyas contradicciones éticas se plasman en una suerte de inquietud y miedo ancestral a que la criatura se rebele contra su creador”, afirma Iglesias, que en su investigación ha encontrado piezas sorprendentes, como el alter ego robótico que Andy Warhol se hizo construir por los mejores especialistas en animatrónica de Disney para que le sustituyera en las conferencias.

Autómatas y robots están bien enraizados en el imaginario colectivo gracias a un amplio background mitológico, literario y cinematográfico, que va desde el golem de los judíos, pasando por el Frankenstein de Mary Shelley, hasta los replicantes de Blade Runner y el niño robot de Spielberg.

Sin embargo, lo novedoso del libro de Iglesias consiste en sacarlos del ámbito científico, espectacular y a veces incluso anecdótico, con una rigurosa aproximación histórica y artística que arranca en la Grecia antigua y prosigue en un fascinante recorrido por el Renacimiento, el siglo XVIII, época dorada de los autómatas, el oscuro imaginario romántico, la Revolución Industrial y la aparición de la ciencia-ficción.

En el ámbito del arte plástico y visual propiamente dicho, la robótica constituye la natural evolución del arte cinético de artistas como Calder o Tinguely, y tiene su primer gran intérprete en Nam June Paik, que en 1964 creó el primer robot considerado una obra de arte y actualmente conservado en la Neue Nationalgalerie de Berlín.

“A finales de los 70, con la introducción de los microprocesadores, que dotan de cerebros los músculos mecánicos, el desarrollo del arte robótico experimenta grandes avances. Los robots no son sólo objetos que el público puede percibir y contemplar, sino que le perciben a su vez y responden de acuerdo con los estímulos del entorno”, explica Iglesias, citando a Chico MacMurtrie y a los chatarreros californianos; James Seawright, pionero de la hibridación entre orgánico e inorgánico con su jardín robótico capaz de reaccionar a los parámetros ambientales, y el australiano Stelarc, que llevará a las extremas consecuencias el concepto de cíborg, implantándose en el brazo una oreja desarrollada con su propio tejido.

En España destaca Marcel-lí Antúnez, conocido por sus exoesqueletos interactivos, que da a luz en 1996 junto con el brasileño Eduardo Kac al primer Manifiesto de arte robótico, y Carlos Corpa con sus robots destartalados y tristes, que lloran aceite de coche y componen poemas.

El recorrido termina con las experimentaciones más actuales en el ámbito de la inteligencia artificial, los robots sensitivos y empáticos y los espacios telemáticos, donde se generan nuevas relaciones entre los seres vivos (no necesariamente humanos) y las máquinas.

“Para que el libro tuviera una dimensión abordable he dejado la producción asiática para una próxima publicación”, concluye Iglesias, que en su vertiente de artista ha investigado la robótica aplicada a la vigilancia, las relaciones interpersonales y la vida social en instalaciones interactivas, como José el robot autista, Independent Robot Community, una comunidad de 20 robots que aprenden uno de otro, y Surveillance Cameras: “They are alive!”, un conjunto de robots autónomos que persiguen al público con sus cámaras de vigilancia.

© Bajo licencia de Ediciones EL PAÍS, S.L, 2016.

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