Envuelto en el fragor de la hora culminante de su propia batalla, suena hoy improbable que el sistema político argentino se detenga a mirar por un momento la oportunidad que dilapidó al internarse en el laberinto de unas primarias inútiles.
El país podría haberse situado en mejor perspectiva para eludir las tensiones de una región convulsionada. Pero el juego distractivo de una elección virtual para una transición impracticable sólo agravó una crisis económica ya profunda y atizó los comportamientos más desaconsejables para enfrentarla: una mayor confrontación política y una campaña electoral dominada desde todos los flancos por el discurso de la santa indignación.
Es leche derramada. Para enfrentar el desafío de una región que está peor, Argentina eligió estar peor: licuando irresponsablemente su poder colectivo.
Esta mínima revisión de los desajustes estructurales de la política argentina se torna imprescindible ante el crescendo de la región en crisis. Una convulsión que ha sido leída casi exclusivamente en clave economicista. Como si sólo la dominancia de esos factores -innegables, por cierto- pudiera explicar suficientemente fenómenos sociales de alta complejidad.
La elección de hoy se concretará bajo la amenaza de dos fronteras calientes. Sobre Chile abundan las explicaciones que peregrinan errantes: de las estadísticas del crecimiento económico, al coeficiente de Gini. Resulta al menos curioso que el análisis político argentino -que hizo del moncloísmo a todo efecto su piedra filosofal- no advierta la emergencia de un cambio drástico en una de las condiciones más estables de la democracia chilena.
Quienes elogiaban como a oro de alquimistas la cordialidad del traspaso de mando entre Sebastián Piñera y Michelle Bachelet, hoy ni siquiera se preguntan el porqué de la cerril negativa al diálogo expresada por la oposición chilena pese a la situación de fragilidad extrema del sistema político. Se ha vuelto un tópico entre dañino y suicida para la estabilidad democrática la naturalización discursiva de la violencia política.
Quien quiera que gane en Argentina el poder presidencial se verá obligado a convocar al diálogo. Ya no tendrá entero aquel testimonio ejemplar de la política chilena, sino el escenario de una revuelta masiva sin liderazgos claros.
La situación boliviana tiene un componente adicional, de efecto corrosivo en el corto plazo. La institucionalidad boliviana viene siendo derruida desde adentro con decisiones del presidente Evo Morales que ha elegido perpetuarse antes que respetar un plebiscito que le ordenó la abstención. El problema de impacto en Argentina es que Morales ha desatado una crisis por negarse a un balotaje. Una decisión que despliega sombras, justo cuando aquí se decide si habrá o no una segunda vuelta electoral.
Si se la observa desde una perspectiva sistémica, la campaña que concluyó en Argentina mostró un contorno que sólo induce a preocupaciones para el día después. Los gestos colaborativos entre oficialismo y oposición se redujeron a contactos mínimos en las horas posteriores a las PASO y naufragaron luego cuando se impuso la lógica competitiva.
Alberto Fernández ganó con comodidad las primarias con un discurso duro, apto para canalizar el voto castigo. Eligió luego no alterar la receta del triunfo y profundizó la iracundia a medida que la situación económica se degradaba, en un torbellino donde queda difusa la precedencia del huevo o la gallina.
Mauricio Macri reaccionó de una manera inesperada, liderando una movilización callejera -inédita para las condiciones procelosas en las que sostiene su gobierno-, y acentuando el tono impugnativo de su discurso hasta abroquelar a un bloque activo en defensa de la institucionalidad republicana.
La retórica de la indignación -que va y viene por el mundo sin atender a las etiquetas tradicionales de la derecha o la izquierda política- se ha convertido en el insumo generalizado de todas las campañas electorales. En América Latina es el commodity narrativo más funcional, tras el fin del ciclo expansivo de las commodities reales de exportación.
Es al mismo tiempo un recurso gravoso a la hora de la gobernabilidad. El voto por emoción violenta suele morder la mano del amo.
Una imagen de la semana describe esa condición, más sociológica que política. Apenas el dólar comenzó a moverse, Alberto Fernández salió a garantizar que no tocará los depósitos en moneda extranjera. La reacción social fue sintómatica: los ahorristas más cautelosos corrieron a retirar los depósitos que todavía quedaban y los asalariados, a comprar divisas a cualquier precio.
La oposición se propuso -sin sentirse obligada a explicar cómo- poner pesos en el bolsillo a la gente. En una reducción al absurdo, el oficialismo bien se podría ufanar de haberle puesto dólares. En esa trágica paradoja agonizan la economía y la política en Argentina.
El camino de regreso desde la indignación hacia el consenso no será sencillo para el país. Su dirigencia política apela a la cooperación cuando el barco naufraga.
Haciendo -como ha señalado con perspicacia el ensayista Vicente Palermo- una promesa falaz y circular: se dispone a construir un Estado fuerte, asumiendo que ya cuenta con él para esa tarea.