El relato democrático - Por Carlos Salvador La Rosa

El relato democrático - Por Carlos Salvador La Rosa
El relato democrático - Por Carlos Salvador La Rosa

El domingo 10 de julio de 2016 escribí en estas mismas páginas una columna titulada “¡Basta de relatos, por favor!”, que provocó algunos debates interesantes, e incluso ciertos enojos.

Allí sostenía que luego de una larga e intensa década donde el relato político reemplazó a la realidad, el mismo había devenido sinónimo de impostura, de mentira, de ideologización absoluta de la vida. Por ende, lo mejor para el nuevo gobierno era, en mi opinión, no cambiar un relato por otro sino dejar fluir la libre circulación de las ideas. Que el hegemonismo con el cual se intentó imponer una interpretación facciosa de la realidad, diera lugar al pluralismo por el cual todas las ideas debaten en el ágora pública buscando persuadir a las mayorías pero sin que ninguna pretenda ser la portadora de la entera verdad, como intentó el kirchnerismo.

Los que disintieron con mi hipótesis creían que ningún gobierno puede vivir sin relato.

Que sin él, la batalla cultural la ganaría el kirchnerismo aún sin estar en el gobierno porque no se puede combatir a los que quieren ser el todo, con nada.

En mi opinión, por el contrario, el solo hecho de librar la batalla cultural era aceptar que el único modo de imponerse sobre una facción era ser parte de otra facción. Otra vez los buenos contra los malos. Cuando de lo que se trataría es de que no hubiera más buenos y malos sino ideas distintas en pugna, todas relativas. Que el problema no era el contenido de unas ideas u otras, sino el pretender decidir desde el Estado cuales son las falsas y cual es la verdadera.

Ahora bien, eso no implica que se deba eliminar todo relato de la política, porque además de imposible es inconveniente, ya que los seres humanos al construir su propia historia, también la interpretan y eso les sirve para continuarla. Pero en un país como Argentina que nació bajo el signo de la división y que en el fondo jamás -salvo contadas excepciones- pudo superarla, el relato generalmente fortalece la separación y no la unión. Sobre todo cuando busca avalar determinadas continuidades históricas en contra de otras. O lo que es peor, borrar de la historia la parte contra la cual combate.

Por ejemplo, la línea liberal “Mayo-Caseros” que pretendió borrar de la memoria de los argentinos la etapa rosista por considerarla la encarnación del demonio (cosa similar pasaría con el peronismo en 1955 del cual hasta se prohibió nombrarlo).

Como réplica apareció la línea “San Martín-Rosas-Perón”, que buscaba ubicar al prócer fundacional como parte de la línea nacionalista, antiliberal y peronista (a veces también se incluía a Yrigoyen en esa tendencia) y condenar a Rivadavia, Mitre y Sarmiento. En la era K se puso de moda un indigenismo que consideró al creador del Estado Nacional, Julio Argentino Roca, como un genocida comparado a Videla y a los peores dictadores de nuestra historia.

Ahora que celebramos nuestros primeros 35 años continuados de democracia republicana, podemos decir dentro de su beneficio de inventario (lo malo que hizo o lo que aún no logró son más conocidos) que la gran iniciativa de Raúl Alfonsín de centralizar su campaña en la defensa de la Constitución Nacional fue uno de los primeros relatos políticos que buscó el encuentro y no el conflicto, el todo y no la facción. Aunque la Constitución fuera considerada por el sector nacionalista como una obra del sector liberal, lo cierto es que la figura de Alberdi excede a la de una facción. Lo que buscó Alfonsín con esa reivindicación fue el máximo de unidad que se podía reivindicar en un país dividido.

Cuando en 1973 Perón y Balbín buscaron cerrar sus diferencias históricas y comenzar a gestar -con altura de estadistas- un relato compartido de las fuerzas democráticas, la interna peronista se quiso resolver mediante el surgimiento de una de las etapas más violentas de nuestra historia. Entonces, de lo Perón Balbín quedó como una noble intención pero no como un logro en pos de la unidad de los argentinos porque lo que le sucedió fue peor a lo que había.

Luego, el mismo alfonsinismo, o al menos parte del mismo, también cayó en la trampa y produjo su propio relato faccional con la idea de la “República perdida”, donde se insinúa que la mejor Argentina terminó con el radicalismo de los años 20 porque luego militares y peronistas la clausuraron. Y sólo se recuperó con la elección de 1983. Nobleza obliga reconocer que Alfonsín supo estar por encima de esa interpretación sectaria, pero aún así lo suyo no alcanzó para crear el nuevo relato democrático.

Mucho peor fue el faccionalismo peronista durante el kirchnerismo, cuando el relato devino la principal herramienta de división de los argentinos. Una división que además se la festejó ideológicamente al calor de rarezas teóricas como las de Ernesto Laclau que veía positivas palabras como hegemonismo, populismo, relación directa masa líder, creación del enemigo, etc. En su extremismo conceptual, el relato K se proponía como continuador de la juventud peronista de izquierda de los años 70, insinuando que todo lo que vino después (incluso el Perón que los echó de Plaza de Mayo) fue malo. Que a la dictadura le sucedió una democracia débil con Alfonsín y entreguista con Menem, y que la historia verdadera recién renació con los Kirchner. Otros borradores de la parte de la historia que no les gustaba.

El macrismo fue más reacio a tener un relato propio, sensatamente basado en que luego de tantas mentiras disfrazadas de historia ideológica mejor sería reposar un rato de tanta patraña. No obstante, sus sectores más fundamentalistas también intentan imponer su propio relato faccional: ese de que los últimos 70 años fueron un entero desastre y que antes de ellos hubo un paraíso liberal que de haberlo continuado hoy estaríamos entre los primeros países del mundo. Un relato sesgado que no sólo pretende la tontería de querer borrar y/o condenar 70 años de historia, sino que además ignora los profundísimos lazos culturales que hubo entre una etapa y otra.

Quizá, cuando maduremos como país, recién allí podremos encontrar el verdadero relato, ese que en vez de oponer líneas buenas contra malas, líneas verdaderas contra falsas, trate de rescatar de cada momento histórico su parte más meritoria. Haciendo de la historia el hogar de nuestras síntesis y de nuestros encuentros. Girando así 180 grados la necrológica tendencia de librar nuestros combates del presente en los territorios del pasado, con lo cual lo único que logramos en repetirnos, o mejor dicho, como nada se repite igual, la de profundizar nuestra decadencia.

Para poder dividirnos en las propuestas hacia el futuro, lo cual es bueno y necesario en tanto sociedad plural, debemos poseer también algo que nos una hacia el pasado. Y eso debería ser el relato de la nación de los argentinos. La historia de lo que tenemos en común. El fin del faccionalismo que nos impide ser y crecer.

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