El regreso de las almas

Desde ayer y durante todo el día de hoy, en la Quebrada de Humahuaca, aguardan con entusiasmo la visita de sus difuntos. Los esperan con mesas repletas de ofrendas. Crónica de un retorno anunciado.

El regreso de las almas
El regreso de las almas

“En Tilcara tenemos un respeto absoluto hacia nuestros muertos. Ofrendamos lo que van a comer  nuestros parientes, que en paz descansen y eso nos une a todos, como por una fuerza magnética”, dice Jorge Rivero, un mecánico de 72 años, estudioso de la cultura local, sentado en su taller en la soleada mañana.

Una brisa súbita que se cuela por la ventana entreabierta. Una naranja que se cae al suelo. Una rayito de luz. Una sombra. Una presencia. Todo es observado como un signo, la venida de los que ya no están en este mundo.

Las “almitas”, como dicen en Jujuy, vienen de visita entre el 1 y 2 de noviembre, cuando se celebra el Día de Todos los Fieles Difuntos y Todos los Santos, un culto católico con fuerte raigambre indígena, el sincretismo que caracteriza la mayoría de las fiestas andinas.

Los pobladores de Tilcara, así como del resto de la Quebrada de Humahuaca y de la provincia, se preparan durante los días previos para recibir a sus seres queridos, sobre todo a los “nuevitos”, los que fallecieron el último año.

La harina escasea en la semana, pues se consumen kilos y kilos para moldear las ofrendas, figuras simbólicas conocidas como “turcos”. “A los que se les muere un pariente dentro de este año se les hacen cinco, seis bolsas de harina. Se tira la casa por la ventana”, afirma el hombre.


Ofrendas y rezadores
"La tradición de recibir a los difuntos es antiquísima", señala César "Chacho" Gallardo, docente y presidente de la comparsa carnavalera Los Caprichosos. Lo solemne y lo festivo, la tristeza y la alegría se entreveran entre tintes religiosos y paganos.

Los más conservadores y católicos sostienen que las ofrendas deben hacerse en el hogar. Pero Chacho y los Caprichosos, consideran que lo importante es ofrecer, no importa dónde.

En la mayoría de las casas tilcareñas, se arman las mesas de las  ofrendas. Las familias que están de luto, donde esperan a los “nuevos”, preparan las más abundantes, y el resto mantiene la tradición con una más pequeña.

El tablón se cubre con un lienzo negro que se extiende hasta el techo y se pone la foto del difunto. Arriba otro lienzo azul que representa el cielo con estrellas y lunas de papel. En los bordes plantas de hinojo para aromatizar y mantener frescas a las ofrendas.

Luego todas ellas muy ordenadas: la cruz, la escalera para que el alma descienda, la torre, las guaguas (los niños), las palomas de la paz que ayudan al ascenso, otras figuras que representan los intereses y los platos de comida que más le gustaban al homenajeado.

Abajo de la mesa van las bebidas, y delante las dos velas que iluminan al espíritu, las flores, y el agua bendita; también hay coca, y cigarrillos.

“Si nosotros no hacemos las ofrendas, el almita viene y te sopla, te chupa, se enoja porque vienen hambrientos. Ellos piden que los alimentes con lo que les gustaba. Si no cumplís con eso, a la larga te enfermás, porque ellos se cobran el olvido”, asegura Juan Carlos Torrejón, director de Cultura de Tilcara, caminando bajo los potentes rayos de la mañana.

El 1 a la noche, familiares y amigos de los que ya no están en esta tierra se reúnen entonces alrededor de la mesa a esperarlo. Coquean, fuman, se cuentan historias y aguardan su llegada hasta el amanecer del día 2, cuando es hora de ir al cementerio.

Cada uno de los presentes bendice la mesa con una flor, dice una oración, quema unas hojas de coca, enciende un cigarro para compartir con el almita y luego lo entierra en un recipiente colocado debajo de la mesa.

Entre los visitantes están los rezadores que peregrinan por los hogares de luto, señalados con una cinta negra en la puerta. Alcira Subelsa comanda uno de esos grupos. “Soy bien del norte, con mi acento, mis tradiciones, mis olores, mi gente”, se enorgullece.

“Dios va dando permiso a todas las almas que bajan, una tras otra, a llevarse todo el sumo de las ofrendas”, explica en la puerta de su hogar, apurada por terminar con los preparativos e invita a acompañarla por la noche.

La encuentro a la hora pactada en la casa de doña Cecilia Sarapura. “Rezar es lo más lindo que hay. Siempre estoy orando, cantando, tratando de hacer lo que me gusta. Nada de hacerlo  con la boca. Tenés que rezar con el corazón: bonito, lento, edificadito”, comenta a paso lento por las calles de piedra en la fría noche quebradeña.

Vamos por los hogares que esperan la venida de Alfredo Sajama, Regino Díaz, Osvaldo Zerpa y Gervasio Martínez. El “recibidor” de los Martínez, en el barrio de Pueblo Nuevo, es un sótano de piedra amplio. Hay mucha gente reunida y un cura que va a dar misa.

La mesa de ofrendas es enorme, abundante, parece no faltar nada. Hay fotos del difunto, está la torre, la escalera, la cruz, un montón de palomas. Hay vino y gaseosa y chicha. Hay dulces, caramelos, y dos mesas más a los lados con carne, tamales, caldos, picantes, pizza, papas fritas, huevos fritos, empanadas, y más, mucho más.

Mientras tanto, como es costumbre, los anfitriones convidan con algo de comer y beber. La música también es bienvenida, y si no es un grupo que pasa con instrumentos es algún integrante de la familia que toca, como el caso del hijo de Gervasio, que ensaya una notas con el sikus.

Poco después, Alcira y sus acompañantes hacen su rezo. La mujer es histriónica, alza la voz, se conmueve, toma el rosario con fuerza y fervor, un ritual que repite en cada uno de los hogares hasta bien entrada la madrugada.


El cementerio y el despacho
Al amanecer los deudos se dirigen al cementerio, ubicado en lo alto del pueblo.  Desde un altavoz se leen las "intenciones", una nómina de los difuntos. Con el sol oculto tras los cerros se siente fresco, pero a nadie parece importarle, lavan las tumbas, renuevan las flores, deja alguna bebida, cigarrillos, coca.

A las 8 en punto comienza la misa que todos escuchan atentamente. “No vamos a tener respuestas para la muerte, creamos o no creamos en Dios, llega a todos”, dice el cura mientras febo asoma y ayuda a mitigar el frío.

“Frente a la muerte la mejor palabra es el silencio -continúa- Nosotros nacemos dos veces, de la panza al mundo y del mundo a Dios. Hay que recordar que cuando alguien muere, es parte de este mundo. La muerte es volver a abrazar a otros seres queridos”.

Alrededor, niños correteando y ayudando a decorar las lápidas y las cruces con coronas hechas de flores de plástico multicolores. Familiares y amigos se reúnen en torno a la tumba, conversan, beben, evocan. No hay escenas dramáticas ni llantos desgarradores. Hay lindos recuerdos, sonrisas, respeto.

Es hora de repartir la comida y celebrar. Hay dos personas que se encargan de la tarea repartiendo a todas las familias parte de las ofrendas.

Poco después se limpia el lugar, no con una escoba sino con las plantas de hinojo, y entonces cuando el foráneo cree que todo concluyó, hay otro acontecimiento:  la parodia del casamiento y el bautismo, el momento humorístico de la celebración.

Las sorpresas no aflojan esta mañana. Los presentes eligen un cura “falso” y medio picarón, que llama a los que recibieron las guaguas, quienes deben buscar un compadre y ponerle nombre y apellido de comida, como Inés Empanada de Pollo o Pastor Milanesa de Mondongo. El sacerdote reza en tono burlón, y bautiza al niño con comicidad.

Ahora sí se vislumbra el final, el rito del “despacho de las almas”. Los familiares eligen a un grupo de amigos sin parentesco directo para que entierren algunas de las ofrendas y así acompañen a su ser querido en el trayecto de regreso al cielo. Un rayito de luz, una brisa repentina, un sonido especial, signos de que todo vuelve a estar en su lugar.

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