Andaba perdido Cristóbal. Lo tenían de un lado para el otro. Que trajera pruebas, que se juntara con tal, que ahora no, que vuelva después. Corría 1486, y Cristóbal Colón insistía en que iba a arribar a las Indias de Oriente por Occidente, lo que finalmente acabaría convirtiéndose, en 1492, en el descubrimiento de América. Pero para emprender el viaje necesitaba el apoyo de la corona: el económico y el moral. Ocupados en asuntos más urgentes (las guerras con los nazaríes de Granada), los reyes lo mandaron a Salamanca. En esta ciudad donde aún hoy se respira el aura de cultura y saber de antaño, dueña de una de las universidades más antiguas y prestigiosas del mundo, un grupo de expertos estudiaría la idea, impartiendo su veredicto.
Hacia el centro-oeste de España, a una de las cabeceras de la actual Comunidad de Castilla y León, fue el marinero genovés. Llegaba casi como un bicho raro, un personaje locuaz que venía a decir no se sabía bien qué sobre el globo y los mares. Para que se preparara lo mejor posible de cara al combate, los dominicos lo hicieron huésped del Convento de San Esteban. Es un tesoro histórico, hoy, por ser refugio de Colón en uno de sus momentos más amargos y trascendentales.
Noches en vela, días de escrutinios
Hay una mezcla paradójica en Salamanca. La de jóvenes estudiantes de los cinco continentes que recorren unas calles plagadas de siglos y siglos, viejísimos los edificios que aplastan el plano con su belleza y peso histórico, muchos de ellos relacionados con la universidad local (fundada en 1218). Algunas de esas construcciones fueron testigos del aterrizaje del hombre que a la postre uniría dos mundos.
Allí, en un rincón del escueto aunque vital casco viejo, tocó la puerta Colón. Se la abrió un señor llamado Diego de Deza, ya conocedor de la visita. Lo que siguió fueron tres meses de estudios, de charlas, de noches sin dormir en la contemplación de mapas y documentos. Las velas ardiendo, los muros impenetrables y los dominicos escuchando y respaldando a este aventurero que, sin dudas, tenía poder de persuasión. Era invierno y hacía un frío que partía el alma en la meseta castellana.
Entretanto, estaban las reuniones con la comisión de expertos. Un coro compuesto por filósofos, geógrafos, astrólogos y cosmógrafos que perforarían a preguntas al explorador. Basándose en tratados de eminencias de la antigüedad, como Ptolomeo o Eratóstenes, rebatieron varios conceptos teóricos del extranjero, el tamaño de la circunferencia de la tierra y las medidas del grado terrestre entre ellas. La clave, en cualquier caso, radicaba en las distancias, que para el almirante eran bastante más cortas que para los peritos.
Colón intuía la conclusión negativa de la junta, cuando en enero de 1487 abandonó cabizbajo el convento y la helada Salamanca. La confirmación a sus presagios le llegó unos siete meses después. Pero la historia, pícara y caprichosa, daría vuelta las cosas.
Qué ver hoy
El Convento de San Esteban, en la plenitud del casco céntrico, impresiona. Es una construcción majestuosa, estilo plateresco con reminiscencias góticas y barrocas el que luce. Ubicado de frente a la Plaza Concilio de Trento, espacio abierto y bien característico de la urbe, con lo señorial de calles e inmuebles y el terracota algo anaranjado haciendo compañía.
El “arco triunfal”, baluarte de la inmensa fachada, sirve para adentrarse por los vericuetos del edificio. En el interior, dos plantas. En la primera destaca el precioso jardín central rodeado de pasillos y arcos, y la iglesia con sus capillas del Rosario y Sotomayor, y la sacristía. En la segunda, brilla el claustro superior, el coro y un interesante museo.
El actual convento se levanta sobre las ruinas del que alojara a Colón entre 1486 y 1487. La reconstrucción tuvo lugar en 1524, con remodelaciones importantes realizadas a fines del siglo XIX. Con todo, continúa resplandeciente como el que cobijara al descubridor de América en aquellos días de miedos, esperanzas y frustraciones.