El que duda, pierde

El que duda, pierde

Si dudar es parte inestimable de toda operación del pensamiento, dudar en pleno partido, en plena final de la Copa Libertadores, es en cambio un riesgo que por lo general se paga: algo más o menos así le pasó a Tigres, a mitad de camino entre su habitual soltura y una batería de recaudos que al cabo facilitaron que River se lleve un empate que sin tener sabor a gloria sí sabe a un redondo aprobado del examen de admisión a la gloria.

La vida te da sorpresas, sorpresa te da la vida, y vaya si el fútbol es parte de la vida: Tigres venía de vapulear a Internacional de Porto Alegre, uno de los principales candidatos a quedarse con la Copa, de manera que uno de los interrogantes de cajón residía en examinar hasta qué punto River sería capaz de plantarse en México y relativizar el costado temible de su adversario.

O, dicho como suele decirse, si River sería capaz de respetar a Tigres pero sólo lo suficiente, a salvo de ese plus que termina por inhibir las virtudes propias y devenir un guiño nutricio a las virtudes ajenas.

Pero Tigres respetó a River mucho más de lo pensado y, peor aún, Tigres en realidad se perdió el respeto a sí mismo: quién sabe qué ha pasado por la cabeza del entrenador Ricardo Ferretti y/o la enorme mayoría de sus jugadores para castigarse con semejante muestrario de tibiezas.

Tigres no atacó de forma masiva, no tuvo fluidez, no tuvo el partido de rienda corta ni siquiera en el lapso más cercano a su cresta de la ola (entre los 20 y los 40 minutos del segundo tiempo), no tuvo determinación, no tuvo el torrente sanguíneo en ebullición que se supone indispensable en una final y tampoco tuvo, al cabo, la rebeldía esperable en un equipo que juega ante su público y ve cómo el minutero avanza en clave de inexorable languidez.

Dicho esto: ¿habrá sido menos un disvalor de los mexicanos que mérito del planteo de River, de la astucia de Marcelo Gallardo, de la disciplinada ejecución de sus jugadores, de la utilitaria prestación de algunos de sus defensores y de algunos de sus mediocampistas y de la férrea convicción de trabajar el partido sin salir del libreto?

En ausencia de explicaciones de manual, puede deducirse que gravitó un poco de cada cosa, en cuyo caso cabe distinguir el trazo grueso de cada explicación.

En River se revela como una gran noticia, acaso la noticia que se constituye en la medida de todo lo suyo, que se haya respetado a sí mismo y que haya tenido el pleno convencimiento de que, en la primera parte de ese hipotético partido de 120 minutos, debía jugar como jugó: alternar una presión sostenida con repliegues ordenados, cerrar los circuitos exteriores, descansar en el espléndido presente de Jonathan Maidana para anular al francés André Guignac y dejar que madure el desencanto de un equipo que, salvo el mohicano oriental Egidio Arévalo Ríos, se revela escaso de gente dispuesta a inmolarse por la causa.

Si Tigres dudó y se perdió en la bruma de su liviandad, si Tigres dejó librada la temperatura del juego a la temperatura ambiente allende el terreno del juego, es porque acaso se haya sentido inferior.

Y, como en un juego de espejos, en todo momento River supo clavar la bandera de su certeza de superioridad, y eso aun cuando por momentos fue dominado, aun cuando cuatro veces Marcelo Barovero estuvo a punto de ser derrotado (un centro-shot de Arévalo Ríos, un cabezazo de Rafael Sobis, Juninho y un mano desperdiciado de forma insólita por Jürgen Damm) y aun cuando suponen una fuente de preocupación la sanción a Gabriel Mercado, las lesiones de Rodrigo Mora y Tabaré Viudez y la probable lesión de Leonardo Ponzio.

Nadie sale campeón en la víspera, Tigres es un buen equipo y a menudo el fútbol es tierra de rarezas: admitido.

Pero también parece cercana la hora de que sea admitida y confrontada en los hechos la verdad de que River dispone de tres valores bien perfilados y bien alimentados que en el cuadro mexicano son brumosos o inexistentes: en el orden que se prefiera, oficio, jerarquía y corazón.

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